40 años de la CEDAW en Colombia: Un balance entre luces y sombras

Margarita Sarmiento Osorio

Hace casi cuatro décadas, Colombia firmó y ratificó la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, o CEDAW, por sus siglas en inglés. La Convención busca garantizar la igualdad entre hombres y mujeres en todos los ámbitos de la vida pública y privada de los estados partes, haciendo especial énfasis en el acceso sin distinción a la educación, al trabajo digno y a la política. Con este mismo objetivo, también pretende replantear los roles de género tradicionales, tanto en la sociedad como en el hogar. Señala además la importancia del rol de la mujer rural, tantas veces subvalorado, animando a los estados a reconocer que éste es vital para el desarrollo del campo y la supervivencia económica de las familias y sus comunidades.  

Como parte de este Acuerdo Internacional, todos los estados partes debe presentar ante una Comisión de especialistas un informe periódico en donde den cuenta de sus esfuerzos para contribuir con los objetivos pactados. En febrero de este 2019, Colombia sustentó su último informe, y si bien la Comisión reconoció varios avances, entre los que incluye la firma del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera (Acuerdo de Paz firmado en 2016) y la formulación de diversas normativas que apuntan a eliminar la discriminación de género, como el Pacto por la Equidad de las mujeres, es claro que aún falta mucho camino por recorrer. 

Entre las preocupaciones de la Comisión, se destaca la lentitud con la que se está implementando el Acuerdo de Paz, y cómo aparentemente éste no ha sido integrado al Plan Nacional de Desarrollo: Pacto por Colombia, Pacto por la Equidad (2018-2022), liderado por el Gobierno de Iván Duque. Es alarmante que hayan aumentado las amenazas, la violencia y el asesinato de lideresas sociales, defensoras de derechos humanos y mujeres pertenecientes a grupos en situación de mayor vulnerabilidad, en particular indígenas, afrocolombianas, de la comunidad LGBTI y mujeres en condición de discapacidad, quienes no pueden acceder a la protección del Estado y tampoco son tenidas en cuenta en la creación de políticas y leyes y menos en la destinación de los presupuestos (CEDAW, 2019).  

Distintos análisis resaltan que desde la firma del Acuerdo de Paz se ha elevado el número de líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados y la cifra de excombatientes va en aumento. De acuerdo con el informe Todos los nombres, todos los rostros (Indepaz, 2018) 702 líderes sociales (604 víctimas fueron hombres y 98 mujeres) y unos 135 excombatientes habrían sido asesinados luego de la firma de la paz. La mayoría de estos líderes hacían parte de minorías y comunidades rurales en defensa del territorio y los recursos naturales. No existe un acuerdo entre las cifras de líderes y excombatientes asesinados pero todos los reportes coinciden en que va en aumento y el clima de amenazas y hostigamientos se percibe en todo el país.

Preocupa sobremanera el retroceso que ha significado el Gobierno Duque para los sueños de paz de colombianas y colombianos y el giro en la historia que ha dado el proceso, luego de conocerse que ex jefes guerrilleros que estuvieron en la primera línea de la negociación del Acuerdo de Paz como Iván Márquez y Jesús Santrich, entre otros, hayan retornado a la opción armada; al tiempo que sectores políticos en el poder declaran que la construcción de paz ya no es posible, esgrimiendo una opción de “mano dura” y una abierta declaración de guerra que ha desatado nuevamente la historia de miedo, amenazas y por lo menos una masacre diaria en los últimos días. Según la Defensoría del Pueblo 402 municipios -36%- están en riesgo electoral debido a la presencia de grupos armados al margen de la ley.

Recientemente, la misma Defensoría denunció por ejemplo que en el Pacífico colombiano se han creado alrededor de 17 nuevos grupos armados que han sometido a la población, en particular a los pueblos indígenas, tanto al confinamiento, como al desplazamiento forzado, manteniendo a las comunidades, no sólo en la Costa Pacífica, sino en los Llanos Orientales, en una permanente crisis humanitaria que incluso ha venido agravándose después de la firma del Acuerdo de Paz, pues no se supera la ausencia total de Estado, la apatía y la falta de compromiso y articulación institucional para el trabajo en territorio, así como la inseguridad real y jurídica para los excombatientes, al punto que se estima que unos tres mil ex guerrilleros a retomado la lucha armada.      

La Comisión subrayó la limitada capacidad del poder judicial, en especial en las zonas rurales, y el alto grado de impunidad en casos de feminicidio y violencia sexual. Datos de Medicina Legal indican que entre enero de 2018 y febrero de este año han sido asesinadas 1.080 mujeres; el 70% de los victimarios son cercanos, parejas o exparejas de las víctimas y la impunidad en todos los casos de violencias contra las mujeres supera el 80% (El Espectador , 2019). Esta Comisión también criticó la precaria dotación de recursos financieros, técnicos y humanos que el gobierno destina a la implementación del Acuerdo de Paz, que además se ve amenazado por el alto número de asesinatos y ataques contra defensoras de derechos humanos y líderes sociales que trabajan para implementarlo en sus comunidades. Es particularmente preocupante el asedio que desde sectores ultraconservadores hacen a la justicia transicional y el poco respaldo con que cuenta la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), uno de los pilares del Acuerdo, para allanar el camino a la verdad y la justicia.

 

Líderes y lideresas sufren permanente acoso, violencia y estigmatización por su trabajo en las comunidades, y de acuerdo a la Comisión, suelen también recibir malos tratos por agentes del orden público.

 

En cuanto al Plan Nacional de Desarrollo, si bien la Comisión aplaude un aumento en el presupuesto de la Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, el papel y la estructura organizacional no le han permitido a ésta desempeñar un rol relevante en la construcción e implementación de políticas públicas transversales dirigidas a las mujeres, pues los recursos continúan siendo insuficientes. La Comisión se lamenta que esta Consejería no haya sido elevada al rango de Ministerio, como había sido recomendado, y considera que no hay suficiente participación por parte de mujeres pertenecientes a grupos en situación de vulnerabilidad (CEDAW, 2019).

Vale anotar que entre las recomendaciones siempre ha sido importante la creación de una institución que tenga un margen de acción amplio para contribuir a la formulación de programas que permitan avanzar en materia de igualdad de género, así como indicadores que hagan posible un seguimiento efectivo de las mismas. Este último punto es de especial importancia, sobretodo teniendo en cuenta que el Estado ha sido incapaz de recopilar y organizar los datos obtenidos en materia de violencia de género. 

En lo que se refiere a la vida política, la participación de las mujeres continúa siendo relegada a un segundo plano. En general la representación política de las mujeres apenas alcanza el 19,7%, con una abstención femenina del 40%. En las pasadas elecciones parlamentarias, llevadas a cabo en marzo del 2018, el porcentaje de mujeres en el Congreso de la República disminuyó (de las casi mil mujeres que aspiraron a una curul en el parlamento sólo 55 fueron elegidas), y tras las elecciones del 2015, sólo cinco mujeres se hicieron con una gobernación, de las 32 del país; mientras que 134 lograron ocupar el cargo de alcaldesa en uno de los más de 1.100 municipios. Según cifras recientes de la Registraduría General de la Nación, de los 121.194 inscritos como candidatos para las elecciones del presente año (2019), 45.483 son mujeres. Si bien esto supera la cifra de 35.000 candidatas, estimada por el Ministerio del Interior, continúa representando solo un tercio del total (Ospina, 2019). 

Análisis de ONU Mujeres indican que la participación política de las mujeres ha crecido en los últimos 24 años del 7 al 20%. No obstante, este porcentaje ni siquiera alcanza al mínimo establecido en la Ley de Cuotas con el agravante que seguimos siendo uno de los países de América Latina con la menor representación política, 10 puntos por debajo de la tasa más alta que es del 29,7%. A este ritmo nos llevará mucho tiempo en avanzar en la plena representación.

A los desafíos pendientes de la Ley de Cuotas (Ley 581 de 2000), así como la falta de apertura y fragilidad democráticas, se suma la violencia política contra ellas que además de sufrir violencia y estigmatización por el hecho de ser mujeres, la sufren también por el hecho de atreverse a desafiar el escenario público y determinarse a hacer política electoral. Recientemente, la Misión de Observación Electoral (MOE) registró -entre el 27 de julio y el 2 de septiembre de este año- 24 hechos de violencia física contra candidatos que buscan llegar a un cargo de elección popular en las elecciones del  próximo 27 de octubre (El Espectador , 2019). Tres de ellos fueron contra mujeres e incluyen el brutal asesinato de Karina García Sierra, aspirante a la Alcaldía de Suárez (Cauca), junto a su madre, y su esquema de protección. El asesinato de Karina García y el hostigamiento a las mujeres candidatas a diferentes corporaciones no sólo es un atentado contra los derechos políticos de las mujeres sino que hace mella en quienes deciden optar, pese a innumerables obstáculos, por una vida dedicada al ejercicio político.

Las muertes por violencia política aumentaron 29% en agosto de este año, revela un estudio del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (CERAC, 2019) que advierte además que el riesgo de seguridad para los candidatos a las elecciones de octubre persistió principalmente en las zonas rurales de municipios en disputa entre grupos armados. Registran que las amenazas siguen siendo la acción predominante entre los tipo de victimización con 268 eventos desde 2018 a la fecha.

En particular, la Conferencia Nacional de Organizaciones Afrocolombianas (CNOA) denunció en informe sombra redactado después de la presentación formal de su contraparte oficial, que la materialización de políticas en defensa y garantía de derechos para las niñas y mujeres afrodescendientes es prácticamente nula. Citó a la Sentencia T-025/2004 y a las Leyes 1482/2011, 70/1993, 1257/2008, 1719/2004 y 1761/2015 para ilustrar la enorme brecha entre la ley y su implementación. También señalan la precaria coordinación interinstitucional y la constante omisión de un análisis de la discriminación que evalúe de manera transversal la etnia, el género y la generación como factores claves de ésta.

Adicional a lo anterior, lamentan el escaso acceso que tienen las mujeres afrocolombianas a posiciones de poder, donde puedan expresar abiertamente sus demandas sociales y hacer visible la violencia de la que son víctimas. En el momento de redacción de este artículo, de las 52 mujeres que se encuentran en el Congreso, solo dos son afrodescendientes, y su representación en asambleas departamentales y alcaldías es prácticamente inexistente. Según CNOA, esto se debe a un acceso limitado a la preparación, a un apoyo económico casi nulo durante las campañas y a un racismo latente en la población, lo cual, sumado a la concepción de los escenarios políticos como un ámbito "de hombres", hace que sea casi imposible que lleguen a un cargo de elección popular. 
 

Entre otras cosas, CNOA también critica la aparente negativa del gobierno a afrontar los problemas de género desde una perspectiva étnica y de excluirla del informe oficial. La Conferencia argumenta que este un factor determinante de discriminación y violencia y que debe ser incluido en los análisis oficiales del problema, para así llegar a soluciones más completas y eficaces (CNOA, 2019). 

Por su parte las mujeres rurales manifestaron que en Colombia persiste la violación sistemática a sus derechos y  denunciaron su escaso o nulo acceso a la tierra, al crédito, a la maquinaria,  a asistencia técnica y a la participación en las decisiones que les atañen. En informe sombra que reunió a más de 70 organizaciones sociales anotaron que  el restablecimiento de derechos y restitución de tierras de las mujeres rurales, víctimas del conflicto armado, no ha sido efectivo (Grupo de Monitoreo para la Implementación de la CEDAW en Colombia , 2019).

Marlen Alfonso de la Plataforma de Incidencia política de mujeres colombianas resaltó cuatro puntos principales respecto de la problemática de las mujeres rurales:

  1. La inequidad en la estructura económica pauperiza el trabajo de las mujeres rurales. Esta atiende a una visión androcéntrica de la macro economía del desarrollo. El 76 % de la inversión extranjera directa corresponde a los sectores petróleo, hidrocarburos y minería, ocasionando despojo, precarización de derechos laborales, explotación sexual, servidumbre y trata de personas, afectando así la soberanía alimentaria de las mujeres rurales y campesinas.
  2. El Sistema Estadístico Nacional no integra indicadores de género, lo que hace invisible el trabajo y la participación de las mujeres rurales en la generación de recursos.
  3.  El Estado colombiano restringe los mecanismos de participación de las mujeres rurales y campesinas. Los procesos de consulta previa son deficientes. No dan cuenta de los impactos diferenciados en las mujeres. Las consultas populares se limitaron por la Corte Constitucional a través de una Sentencia de 2019. Persiste la impunidad en los asesinatos y ataques contra lideresas por la defensa del territorio.
  4. Persiste una adopción de marcos legales regresivos en materia agraria y económica. Hoy, el gobierno nacional presenta un Plan Nacional de Desarrollo sin recursos para las mujeres rurales colombianas, esto profundiza los efectos del incumplimiento en la reglamentación del marco legal de mujeres rurales como la Ley 731 de 2002.

Pero si la situación es precaria en el ámbito social, político y económico; parece ser que es en el privado en donde más persiste la desigualdad. A nivel social, los roles de género estereotipados siguen siendo reforzados desde edades muy tempranas y los conceptos tradicionales de masculinidad y feminidad están profundamente arraigados en el imaginario colectivo de la cultura machista. Esto repercute de diversas maneras en la vida doméstica y laboral del país. En primer lugar implica que sobre la mujer recae casi la totalidad del trabajo doméstico, el cual es frecuentemente degradado y no se percibe como espacio de realización personal. Es un trabajo que apenas se empieza a cuantificar pero que no se remunera ni se reconoce socialmente.

Por otro lado, también fomenta la discriminación en el mercado laboral. La disparidad salarial, fenómeno presente en muchos países, alcanza en Colombia la cifra del 19% en promedio, y según el DANE, la diferencia entre las tasas de desempleo para mujeres y hombres supera los cinco puntos porcentuales. Además, es baja la representación de las mujeres en carreras “de hombres”, especialmente las ciencias, y muchas trabajan en el sector informal. Para colmo, sólo en el primer semestre del año pasado se reportaron más de 1.400 casos de acoso laboral, la gran mayoría en Bogotá. Esto no necesariamente implica que el fenómeno esté más presente en la capital del país, sino que probablemente las mujeres allí estén más dispuestas a denunciar (DANE, 2019).  

Adicionalmente, los prejuicios sociales se perpetúan y justifican la violencia de género y contra minorías sexuales, que no encajan dentro de los roles tradicionales.  Un informe publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) señala la estrecha relación que hay entre las percepciones sociales sobre género y la violencia sexual en el marco del conflicto armado. Dentro de las dinámicas de la guerra, la violencia sexual, lejos de ser un delito fortuito, sirve a una lógica de dominación y sometimiento. El cuerpo femenino, entendido como una extensión del territorio, es usado para demostrar control sobre éste y sobre la población. Esta violencia también es instrumentalizada para acallar acciones de oposición, como método de tortura para extraer información, para humillar al enemigo, y dentro de los grupos armados para disciplinar y jerarquizar. 

Lo anterior se ve socialmente legitimado por una masculinidad que solo se ve validada en la violencia y la dominación, y una feminidad socialmente percibida como frágil, dócil y complaciente. Estas relaciones de género no sólo perpetúan la violencia sexual, sino que además permiten que sobre las víctimas recaiga la estigmatización y la culpa, revictimizando a las mujeres violentadas en su cuerpo e identidad. Así que es necesario exigir al Estado replantear las dinámicas patriarcales de la sociedad y la transformación de los roles de género, para que este tipo de violencias no se continúen validando y perpetrando (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2016). 

El informe pone en evidencia una triste realidad presente en la sociedad colombiana desde hace ya algún tiempo: si bien hay una normativa que busca proteger a las mujeres y garantizar la igualdad de género, frecuentemente esta no trasciende el papel y la brecha entre la ley y la realidad es muy grande.

El informe releva que los avances formales y normativos van por un lado, pero la realidad y la vida de las mujeres van por otro. La brecha entre las avanzadas leyes y derechos reconocidos para ellas y la realidad que millones de mujeres enfrentan día a día es muy grande. Este fenómeno es especialmente fuerte en zonas rurales, lejos de los focos poblacionales, donde la presencia del Estado es casi nula y donde hombres y mujeres se ven enfrentados a extremas condiciones de pobreza y vulnerabilidad. Cifras del DANE (Departamento Nacional de Estadística) indican que mientras a nivel nacional el índice de pobreza se estima en 19,6%, en Guainía por ejemplo esa medición llega al 65%.   

Olga Amparo Sánchez, una de las mujeres que más conoce y trabaja en la promoción de los  derechos humanos de las mujeres en el país hace un balance frente a la CEDAW, que ella misma lo denomina como un ¨balance entre luces y sombras¨:

 A Cuarenta años de la CEDAW el balance es de luces y sombras. Luces en lo referente a que la Convención ha sido una herramienta útil para que las mujeres y sus organizaciones exijan la garantía, protección y disfrute de sus derechos. Ha sido pilar de leyes a favor de las mujeres en áreas como participación política, violencia contra las mujeres, educación, salud entre otros y de políticas a favor de las mujeres. Por lo demás ha sido, herramienta para demandar del  Estado colombiano  su cumplimiento e institucionalidad y exigir recursos técnicos y económicos para atender y transformar las ancestrales situaciones de subordinación y opresión que viven grandes colectivos de mujeres en el país, siendo esta realidad  más crítica para las mujeres afro descendientes, indígenas, lesbianas, niñas, jóvenes, mujeres rurales y campesinas, y urbanas

Las sombras se refieren a que en 40 años poco se ha avanzado en transformar las situaciones de opresión y subordinación que viven las mujeres en el país, en hacer posible la igualdad para todas las mujeres sin distinción de identidad sexual, clase, etnia, procedencia regional o postura política y religiosa. Es decir, el impacto de la normatividad y las políticas con las que el Estado colombiano pretende y ha pretendido dar cumplimiento a la CEDAW continúa siendo en alguna medida marginal y sus impactos son menos visibles en mujeres que viven diferentes sistemas de opresión y exclusión.

De acuerdo con Sánchez los logros que se pueden destacar en estas cuatro décadas tienen que ver con la nutrida normatividad que existe en el país relacionada con los derechos humanos de las mujeres, así como las políticas públicas dirigidas a transformar las condiciones injustas y evitables que ellas afrontan día a día. Destaca además que es muy significativo el hecho de que las mujeres cuenten con un instrumento internacional que obliga al Estado a cumplir con lo pactado en dicha convención así como el compromiso que implica hacerle seguimiento a la situación de los derechos de las mujeres en Colombia para de esa forma rendir cuentas a través de la CEDAW.

Para Sánchez el gran aporte de la CEDAW al país y a la sociedad colombiana en su conjunto tiene que ver con la ampliación y la radicalización de la democracia, ha sido una manera de buscar y hacer justicia y de volver efectiva la igualdad para todas las colombianas. Según afirma, la Convención ha contribuido a que las mujeres en Colombia hayan derribado barreras jurídicas y tengan hoy espacios para la participación y la representación y puedan esgrimir la convención como una herramienta que les permite incidir en los asuntos públicos dirigidos a transformar sus situaciones de injusticia y exclusión.

Como valor agregado –anota Sánchez- la CEDAW les permite a las mujeres en su conjunto contar con un instrumento internacional que obliga al Estado a proteger, ampliar y garantizar el goce efectivo de sus derechos. En términos del Acuerdo de Paz, fue la Convención, entre otros instrumentos legales del orden internacional y nacional, quien dio soporte jurídico a las medidas que se tomaron a favor de las mujeres y que hoy se encuentran en vilo. 

La Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer es un instrumento internacional valiosísimo que obliga a Colombia para con sus mujeres y que debería promoverse de manera más contundente desde el mismo gobierno pero también desde la sociedad civil.  Lideresas, feministas, colectivos y organizaciones de mujeres y de la sociedad civil tienen en sus manos una herramienta de política pública para exigir que los derechos de las mujeres estén no sólo considerados en el papel, sino que constituyan una alternativa real para millones de ellas que viven en la marginalidad y la exclusión.

Sin embargo no es suficiente con exigir esos derechos y el cumplimento de los compromisos pactados, las mujeres que han tenido mayores privilegios de educación, formación, empoderamiento, espacios de decisión y poder, tienen la obligación no sólo política sino ética de coadyuvar para que sus congéneres puedan superar condiciones injustas y evitables y empujar juntas una mejor calidad y vida digna para todos.  

 

Las mujeres no somos minoría, somos la mitad de la humanidad, muchas son cada vez más educadas, incluso que los hombres, y a pesar de su baja representación en escenarios de elección popular, constituyen una potente fuerza electoral estimada en más de 18 millones de mujeres, es decir el  51,6% según censo electoral de 2018.

 

Así que si nos lo proponemos podemos elegir una mujer en la presidencia, gobernadoras y alcaldesas a lo largo y ancho del país haciendo valer los instrumentos legales formales con los cuales contamos. Para ello necesitamos definir y promover estrategias que obliguen a los partidos a incluir mujeres en las cabezas de listas para las corporaciones públicas, listas cremallera, capacitación y adiestramiento político,  financiamiento efectivo para las campañas de candidatas por una parte. Pensar también que si los partidos no están interesados y dispuestos a democratizarse, reconocer el rol y las capacidades de las mujeres para trabajar juntos 50/50, podemos organizar y fundar nuevos partidos.

Por la otra y a más largo plazo, es necesario trabajar y erradicar la cultura machista y promover el reconocimiento y la valoración de la economía del cuidado buscando que este trabajo no sólo se cuantifique, se valore y se remunere, sino que se distribuya de manera que familia,  sociedad y Estado asuman corresponsablemente la tarea que hoy en día recae sobre los hombros de las mujeres.   

Existen avanzados instrumentos internacionales y leyes muy modernas que nadie va a poner a nuestro servicio. Es necesario y urgente que tomemos las riendas de nuestro destino y de la mano de los jóvenes nos arrebatemos el poder para erradicar la cultura patriarcal y autoritaria que se alimenta de la guerra, el desgreño de los recursos públicos que nos pertenecen a todos, la falta de inclusión y oportunidades para las mayorías y la destrucción de nuestros recursos ambientales y nuestra casa - planeta.

Tenemos una crisis humanitaria desbordante en todos los órdenes: mucha gente vive mal, el planeta se está agotando, las guerras van en aumento, el desplazamiento ahora es un fenómeno mundial, sufrimos racimos, xenofobia, homofobia y los derechos humanos van en declive en el marco de un modelo capitalista e individualista que privilegia el bienestar de unos pocos frente a las grandes necesidades de las mayorías pobres y las minorías excluidas.  

No es posible seguir estando excluidas de las decisiones que nos comprometen como humanidad, nos demoramos 60 años para alcanzar nuestro derecho al voto y hoy mucho más de 7 millones de mujeres no ejercen ese derecho y cuando participamos seguimos eligiendo a los patriarcas que nos condenan a la corrupción, a la exclusión, la guerra y en general a la debacle de la humanidad. A despertar mujeres y a soñar que un mundo mejor es posible, que nos merecemos y podemos vivir en sociedades más democráticas, pacíficas y justas y que nosotras tenemos la fuerza y la inteligencia para apropiárnoslo y también para cambiarlo trabajando por una política de la vida donde hombres y mujeres todos podamos vivir con dignidad. Mujeres juntas somos una fuente de esperanza para la humanidad.

 

Bibliografía

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