
¿Tengo yo la culpa de no nacer primero y no salir tan perfecta como mi hermana? Estoy harta de ser la hija rebelde de la cual nunca esperan nada, la que, sin importar cuántas cosas intenta cambiar o en algún momento cambió, sigue siendo percibida como grosera e irrespetuosa. No sé por qué, tal vez nací después para no merecer tanto amor como el de mi hermana, la que tuvo la dicha de ser la perfecta, la que no se equivoca en nada y tiene la cordura suficiente para no responder ni refutar a nadie.
Una vez escuché a mi tía hablar con mi mamá de que yo no pertenecía a ningún grupo, porque estaba muy pequeña para hablar con los adultos y muy grande para jugar con los niños. Eso es totalmente cierto, no sé ni dónde estoy ubicada, pero esto no quiere decir que no sepa quién soy: soy una niña comprometida con lo que le dicta su corazón, que sigue su instinto frente a quien sea, lo que la lleva a ser muchas veces terca y grosera por responder a lo que no le gusta sin importar quién lo dice; aunque muchas veces sea también por la inestabilidad de su cerebro de ser eufórica, que vive sus emociones con tanta fuerza en pequeños momentos, amando intensamente en tan poco tiempo, pero guardando rencor para siempre.
Esto me describe, pero no a mi relación con mi mamá, porque el amor por mi madre es infinito, aunque hace tantas cosas que me hieren y que me absorben por completo hasta pasar la delgada línea de a veces no quererla, por desplazarme tanto de todas sus decisiones y pensamientos poniendo siempre de excusa mi corta edad para entenderlos, desvalorizando mis sentimientos cada vez que los expresaba por la misma razón.
Es cansador nunca entenderla y que ella no me entienda. Soy consciente de que esto les pasa a todas las relaciones de madre e hija en algún momento, pero ¿soy ese desastre que dice que soy? Ir por este mundo llena de rebeldía no comprendida o, en su defecto, rebeldía por necesidad, se vuelve cruel para una niña que constantemente es comparada con la hermana que puede ser perfecta por callarse todo. En algún momento de mi niñez le preguntaba a mi mamá si me quería, porque muchas veces no lo sentía, tal vez por la poca atención que me daba por sí tener un padre (mi hermana no), sin darse cuenta de que, aunque lo tuviera, necesitaba el amor y la confianza que escasamente ella expresaba hacia mí.
Así, fui llevando ese temor hasta mucho tiempo después de cumplir los 15 años. Ahora me doy cuenta de que por esa razón soy tan “independiente” como me define mi mamá, como una joven fuerte que sabe enfrentarse a muchas situaciones sola, pero en realidad soy tan solo una tormenta llena de agua que espera pacientemente el día en el cual esté preparada para descargar, aunque nunca lo estará, porque esa agua está repleta de ácido por todas las emociones que nunca pudo decir de una buena manera, reprimiéndola sin más apuro que el de llorarla en la soledad de su cuarto.
Teniendo una relación difícil con mi madre comprendí muchas cosas desde muy pequeña, como entender la falsa idea de que vivíamos bajo un techo perfecto, cuando mi mamá se levantaba con la cara hinchada muchos días seguidos y siempre se veía cansada, mientras mi papá salía todas las noches hasta la madrugada. Me di cuenta de lo tormentoso que es estar de ama de casa dependiendo de un hombre cuyas acciones dependen de su humor, porque tampoco le enseñaron a soltar sus sentimientos de una manera sana; pero, a pesar de todo esto, ¿es ser desagradecido decir que muchas veces me destrozó como persona, cuando ella se hacía responsable de mí porque vivía conmigo, lo cual no hacía mi padre?
Mi mamá nace en un pueblo llamado Monterrubio que está muy cerca de su cabecera municipal Sabanas de San Ángel, de donde es su papá; el pueblo fue fundado en 1983 por los genocidas españoles que vinieron a América a invadir. Nace en las horas de la tarde, sosteniéndola por primera vez su abuela Santos, de ahí su segundo nombre “de los Santos”. Mi tía mayor, Mabys, dice que siempre fue muy avispada, con una mirada risueña desde bebé, lo que hacía que estuviesen muy pendientes de ella por su gran prisa para correr cuando no sabía caminar.
Vivió sus primeros años en la finca donde trabajaba su papá, el señor Elías Mercado; se llamaba Monterrey, era una hacienda cerca del pueblo donde había trabajado desde hace más de 10 años hasta unos pocos meses antes de que su hija menor naciera. Pudo comprarse su propia finca del otro lado del camino, a la cual nombró “Dios Me Vea”.
Allí terminó de crecer, en una finca entre las pequeñas veredas cubiertas por grandes y frondosos árboles de cañahuales que a finales de enero formaban un camino de flores amarrillas, como si fuese la noche de velorio de José Arcadio Buendía. Un realismo mágico, eso es la finca donde creció siendo una niña extremadamente astuta e inteligente, como los carpinteros que llegaban a picar todas las tardes la casa de madera sin temor a ser descubiertos, aprendiendo a leer y escribir antes de que entrara al colegio.
Entiendo el dolor que debió de sentir cuando mi abuela sin ninguna razón le pegaba; ella también era una mujer llena de vida, rebelde, que, aunque no haya roto todas las cadenas que la ataban, rompió las necesarias con el fin de seguir preparándose para su vida. Ella era grosera y altanera, según mi abuela, por lo que no tenía permitidos algunos privilegios, ya que los había perdido por responder a acusaciones que no eran correctas sobre ella o tratar de responder, aunque tampoco podía hacer muchas de las actividades que hacían personas de su edad, pues tenía deberes domésticos en la casa por los que debía responder, siendo ella una niña con 8 años. Hasta divertirse se había vuelto un privilegio porque, cuando la invitaban a las fiestas, su mamá prefería irse con ella para la finca para que no saliera, así que era de esperarse que tuviera un grupo de amigos y amigas muy selectivo y ocasionales. Esto a diferencia de mí, que, a pesar de toda mi rebeldía, he sido libre con mis relaciones extrapersonales. Tenía poca edad cuando me permitieron salir sola, responsabilizándome de mis actos educativos y no tanto de los domésticos, teniendo tiempo para permitirme muchas cosas, como leer, lo cual se convirtió en mi pasatiempo favorito de preadolescente, nutriéndome con libros fascinantes, además de aquellos que tenía en su biblioteca. Esa etapa de consolación en historias escritas también la vivió mi madre, claro que no con el mismo tiempo y los privilegios de gozar de una buena copia, pero era su refugio, igual que el mío.
Mi mamá, 3 años después de que se graduara en 1998, fue una de las pocas mujeres preparadas para el cargo de secretaria del personero en San Ángel, siendo ella la merecedora del trabajo que le permitió no solo buscar más independencia, sino también prepararse para su vida laboral, ya que en sus tiempos de descanso en la oficina aprendió sobre contaduría, la habilidad de escribir muy rápido en el tecleado o conceptos básicos de leyes; pero lo más importante fue su práctica para responder frente a decisiones
difíciles, ya que el papel que cumplía era de resolver problemas en poco tiempo. Esto le llevó a tener buen control de situaciones, dejándole una posición de respeto en su primer trabajo; es tanto así que, después de tantos años, aún la recuerdan por su gran inteligencia y habilidades al momento de servir a alguien.
Al culminar su contrato quedó embarazada de un joven, quien era hijo del administrador de una finca de San Ángel, la cabecera municipal, donde las haciendas que rodean al pueblo son más grandes que él. Estando así, en una situación muy difícil porque en el embarazo y los primeros años de vida de mi hermana tuvo que afrontar su llegada y su crianza sola por la ausencia e irresponsabilidad del padre, que nunca le dio amor ni ningún tipo de cuidado a su hija, dejándole a mi madre todo el peso, tuvo que trabajar de profesora en un pueblo llamado Casa de Tabla por un sueldo que le daba nada más para comprar la alimentación de su hija y de sus padres, que le ayudaron a cuidarla por muchos años mientras ella trabajaba y estudiaba licenciatura. Se ganó una beca que la ayudó a estudiar, lo que le costó el sacrificio de no estar en la etapa de desarrollo de su hija, perdiéndose muchos de sus primeros pasos por conseguir una mejor forma vida para las 2.
El día del accidente de mi papá era sábado, me preparaba para ir a una fiesta que habíamos estado organizando mucho tiempo, porque era el cumpleaños de una amiga muy querida. Esa noche fue extraña por varios motivos: el primero de todos, que estuviera lista tan temprano para ir a una fiesta, ya que acostumbro a demorarme mucho cambiándome, por lo que siempre salgo alrededor de las 9 o 10 de mi casa. Ese día nadie me apresuró, fui la primera en estar lista y me dispuse a tomarme un sinnúmero de fotos con mi pinta de carnaval que tenía puesta. Alrededor de las 8 de la noche iba a recoger a mis amigas, así que salí de mi casa. La noche estaba calurosa, algo muy común en La Loma, ni la noche se salva de las consecuencias de la mina, que explota sin compasión hasta dejar la tierra pálida, sin vida, acabando con todos, hasta con nosotros, pero eso solo lo comprenden las personas del territorio donde llegó el “progreso”, que tienen las casas rajadas, las calles amarrillas del polvo y los roles de género reestructurados llenos de todo tipo de violencia.
Tuve que devolverme a las pocas esquinas porque se me había olvidado mi celular; cuando llego a buscarlo, mi hermano de padre y madre, Adrián, me recibe con la noticia de que lo estaban llamando porque mi papá se había accidentado. Siendo muy sincera, no me preocupé cuando me dieron la noticia porque mi papá se había caído muchas veces de la moto, pero aun así le pedí el celular a mi madre. Sin decirle nada, llamé al celular de él sin mucha preocupación, porque estaba convencida de que no le había pasado nada, hasta que me contestaron y me dijeron todo lo contrario. El cuñado de mi papá, quien lo había atendido en urgencias, aún se encontraba en shock y solo me podía responder: “Tu papá está muy mal”. Me acuerdo perfectamente de que en este momento llegó mi mamá y escuchó cuando le estaba dando la noticia de mi padre a mi hermano. Ella quedó paralizada por unos minutos hasta que reaccionó y pudo volver a llamar para saber más, mientras yo perdía el aire y sentía un dolor de cabeza insoportable, dejándome casi desmayada, la impresión me hizo sentarme.
Vivimos momentos de verdadera angustia durante horas esperando que nos dieran noticias positivas sobre mi padre, ya que nadie sabía qué había pasado con certeza, hasta que por fin dieron los resultados y fueron peores de lo que en algún momento nos imaginamos. El alma me cayó al suelo al igual que a ella porque sentí su dolor y vi la desesperación en sus ojos, reflejo de los míos. Nos avisaron que se lo llevaban para Valledupar por urgencia, porque fue la única clínica que lo aceptó, las demás no le tenían fe de que llegara vivo. Allá llegó, en muy mal estado, pero aún con signos vitales. Sin duda, esa fue la noche más larga que hemos tenido mi mamá y yo en toda nuestra vida.
Mi papá y mi mamá se conocieron en Pueblo Nuevo, un pueblo cerca de Bosconia, donde vivían en el mismo barrio, sus casas estaban diagonales. Nadie supo que andaban, algo muy extraño porque, al ser tan pequeño, todos se conocían los andares del otro sin el mayor percance, hasta que mi mamá quedó embarazada de mí al poco tiempo de conocerse, por lo que la presentación a la casa de mis abuelos fue enseguida una despedida de vivir con ellos. Nadie pudo formar un criterio sobre él porque ninguno lo conoció lo suficiente; cuenta la familia que todos quedaron alterados porque no demoró ni 1 hora recogiendo las cosas para irse con un desconocido, además de que acababa de dar la noticia de que estaba embarazada por segunda vez: todo un colapso en menos de 2 horas.
Tiempo después, cuando se establecieron cerca de la finca de mi abuela, empezaron a conocerlo. A pesar de su necesidad de parecer rudo, era un hombre amable y solidario, aunque nunca nadie ha podido negar lo grosero que era cuando se encontraba de mal humor. Así fueron conociéndolo en mi familia materna, entrando a ser un miembro más.
Hubo muchos momentos a lo largo del accidente que desarmaron mi corazón y el de mi familia. El primero de ellos fue cuando le cortaron la pierna a mi padre, él había perdido mucha sangre del lado izquierdo por lo que su pierna estaba totalmente destruida. Al principio, todos en mi casa pensamos que podía ser un mal diagnóstico, no creíamos que eso nos estuviese pasando a nosotros, pero, cuando me llega la noticia alrededor de las 6 de la tarde, teniendo la responsabilidad de transmitirla, fue muy doloroso. Me acuerdo perfectamente de que no le pude mirar la cara a mi mamá, ni mucho menos a Adrián cuando les dije. Todos sabíamos que sería un golpe duro para él por la gran independencia que siempre había tenido en su vida, aun así, nunca nadie pensó lo que vendría.
Esos 2 meses fueron una constante tortura. Era un camino largo de emociones que la mayoría del tiempo no sabes cómo definir ni cómo actuar, solo sobrevives, haces las cosas en automático. Hoy en día, me doy cuenta de todo lo que hice estando en ese automático, cómo dejé que mi apego evitativo y mis miedos por demostrar cariño o sentirme frágil frente a alguien se adueñaran de mí. Cometí muchos errores a lo largo de ese camino; el más grande fue alejarme de todo lo relacionado con el accidente de mi padre, según yo, porque estaba ocupada, pero la verdad era que cada vez buscaba más ocupaciones para no afrontar el hecho de que mi papá estaba en una cama acostado luchando por su vida. No sé si fue una inmadurez de mi parte, pero de lo que sí estoy segura es que esto lo he utilizado con cada cosa que me ha hecho daño en mi vida. Ignorar es mi escudo frente al dolor, un dolor que no estaba preparada para sentir y para el que nunca lo iba a estar, nadie está preparado para algo así. ¿Cómo te preparas para sentir el dolor de perder a una de las personas más importantes de tu vida? Aunque la angustia de mi madre era muy notoria, siempre sentí a lo largo de esos días que quería esconderla, era una sensación de protección que estaba totalmente ligada al dolor de lo que yo pudiera sentir. Era su amor protegiéndome de un dolor que ni ella soportaba.
Una semana antes de la muerte de mi padre, yo había llegado a La Loma, me habían dado la Semana Santa. Al mismo tiempo, mi papá había entrado en una crisis por la bacteria que le habían encontrado, así que le habían prohibido las visitas; pero las noticias que me llegaban era que estaba controlada. Hasta que el sábado en la tarde mi mamá recibió una llamada donde le decían que mi papá estaba bastante mal, así, aunque no sé cuál fue la fuerza que me llevó a decidir viajar, tomé la decisión, la mejor decisión que pude haber tomado: viajar, verlo.
Me acuerdo perfectamente cómo me quede dormida hasta tarde rezándole a Dios que me permitiera verlo, aunque sea por última vez; después yo iba a aceptar la voluntad que Él tomara, jamás la aceptaré, aunque lo prometiera. El domingo a las 4 de la mañana, sin haber dormido nada, emprendí el viaje a lo que sería el fin de una montaña rusa en la que llevaba montada dando vuelta desde hace mucho tiempo, sin saber yo que era el inicio de una más grande y dolorosa. Recuerdo que, cuando llegué a la casa de mi primo, tenía mucha vergüenza de ver a mi abuela. No sé si era porque sentía pena por todo lo que estaba pasando o era porque no había tenido alma ni corazón para llamarla desde que mi papá se había accidentado. Cualquiera de las 2, me hizo esconderle la mirada muchas veces después, porque su tristeza me hacía sentir culpable.
El domingo a las 10 de la mañana fuimos a ver a mi papá, esa era su primera visita del día, pero no pudimos ingresar porque aún estaba restringido, así que esperamos sentados afuera de la clínica hasta las 4 de la tarde, que era su segunda visita.
El calor era insoportable, digna capital del departamento del Cesar donde la mayoría de los rincones no se salvan de sentir la sensación de quemarse vivos. Presentí muchas cosas en ese aire caliente, como si me estuvieran negando una información. Lo confirmé cuando mi hermano de padre, Osmar, alejó a mi abuela de todos nosotros y empezó a hablarle, con su inusual forma de convencimiento que solo él tiene, mirando a todos como si él tuviera el control. Ahí supe que algo grande se venía, tuve el impulso de llamar a mi madre, algo dentro de mí me decía que solo ella podía explicarme qué pasaba, como siempre lo hacía cuando me encontraba en un momento de fragilidad. Aun así, no lo hice porque había llegado la hora de enfrentar la llaga de mi dolor.
Todas salimos a ponerle cara a ese sufrimiento. Cuando llegamos a la puerta y se armaron las parejas con las cuales iríamos a ver a mi padre, pasaron de primera mi abuela y mi tía Ruth —quien era sin duda una de las personas favoritas de mi papá—. Cuando iban por el pasillo, volteé a ver a mi madrastra, una mujer delgada y joven que había estado con mi papá sus últimos años. Me dijo, con su voz dulce que la distinguía: “Ya tu papá no es tu papá”. Supe enseguida que no debieron haber ido ellas, tal vez era el deseo de protegerlas de verlo en ese estado el cual me hizo suplicarle a Dios que no las dejara verlo. Y ahí comprobé la frase que una vez una señora me dijo: “Todo lo que le pides a Dios con el corazón en la mano te lo va a cumplir”.
A los 15 minutos estaban bajando porque habían evacuado la sala de emergencia por código rojo. Mi corazón se destrozó más cuando vi a mi tía llorando. Nadie pudo entrar a verlo ese día, ellas decidieron regresarse al pueblo para volver después. Yo, con el sentimiento de vacío que sentía, supe que tenía que quedarme aunque no tuviera dónde hacerlo, así que mentí diciendo que tenía dónde quedarme. Gané un tiempo para solucionar porque mi celular se había apagado; ellos, aunque no muy convencidos, me dejaron y mi hermano me llevó a su casa a esperar que decidiera dónde iba a dormir, aunque nunca me hubiese quedado en esa casa, jamás. 2 horas después de llegar a esa casa por fin me podía ir, ya había llegado mi amiga Samantha, con la que me iba a quedar. Después de una absorbente charla con mi hermano sobre las extraordinarias cosas que estaba haciendo por mi papá y que el resto no hacía, pude llegar a donde Samantha, quien vivía con su tía Orli, que desde el primer pie que puse allí también se convirtió en mi tía.
Esa noche la pasé haciendo trabajos para estar desocupada con la universidad, ya que entraba al día siguiente, pero había pedido permiso, tenía decidido que yo no me iba de Valledupar sin antes ver a mi padre. Así que, a la mañana siguiente, no demoré mucho en alistarme para estar puntual en la clínica; había llamado a mi mamá y le había comentado todo. Aunque ella estaba allá, lo sabía mucho mejor que yo, su preocupación nunca se detuvo y aumentó más cuando supo que yo iba a entrar. Llegar a la entrada fue traumático, nunca había entrado a una clínica a visitar a nadie, así que no sabía cómo comportarme. Me acuerdo tanto cuando mi hermano Osmar, persuadiéndome, me preguntó: “¿Estás segura de entrar?”, pero nunca me había sentido tan decidida por algo, por lo que no dude en responderle que sí, aunque me estuviese muriendo del miedo.
Temblaba desde que me estaba poniendo los guantes; me sentía desorientada, así que, cuando me señalaron la habitación, no entendí, pero caminé sin rumbo hasta que paré en la entrada de la puerta que creí que me habían señalado. Vi a un señor muy delgado, me sorprendió tanto que di unos pasos hacia atrás hasta que la enfermera me llamó, indicándome a qué puerta entrar. Mi papá era la 5, o eso creo, no tuve tiempo de mirar el número porque mis ojos enseguida pasaron a verlo tirado en esa cama, inmóvil, como si fuera un vegetal. Entré por la fuerza de un gran aliento que tomé, me puse del lado derecho de él y pasó un tiempo hasta que pude decirle: “Hola, papi, estoy aquí”.
No me salían más palabras, solo observaba a aquel señor que estaba ahí frente a mí y que, por supuesto, no era mi padre. Empecé a hablarle, ya no recuerdo qué le dije, estaba automática igual que él, porque, al poco tiempo de que le empecé a hablar, una de las máquinas a la que estaba conectado comenzó a pitar. Llamé a una enfermera y me explicó que se le había subido la presión, una señal de que me estaba escuchando, por lo que seguí hablándole esta vez con más seguridad, aunque me sentía incómoda, porque estaba siendo observada por mi hermano, que estaba afuera de la habitación con la mirada puesta hacia mí como una forma de vigilarme. Él y yo sabíamos lo que había sucedido con la enfermera, y sabía muy bien que se le había caído una de sus mentiras; él no era hijo único, como bien lo decía sin ningún remordimiento.
Al tiempo de estar ahí, llegó el médico a dar el informe. Mi hermano pidió que se lo dieran en el pasillo, así que sin invitación fui a escuchar qué pasaba, aunque sabía que no estaba preparada para escuchar lo que iba a decir aquel señor que había atendido a mi papá desde que entró. Justo dijo lo que yo más temí: “Su papá tiene 90 % de probabilidades de muerte”. Quedé perpleja, ¿cómo le digo esto a mi mamá? Fue lo único en lo que pensé. Mi mente se puso en blanco, yo estaba ahí, pero no escuchaba ni sentía nada, se me habían perdido mis sentidos.
Me despedí de él con un beso en la frente diciéndole: “Te amo y espero volver a verte pronto bueno y sano”. A las 12:10 de la tarde me sacaron, sin saber que esa era la última vez que lo iba a tocar y que él me iba a oír. Salí de ahí casi muerta, sin ganas de nada, solo de acostarme en una cama a pensar en silencio. Mi hermano me llevó a las 3 de la tarde a la casa de tía Orli; no supe qué más hacer, porque no supe más nada de él. Esperé y esperé hasta tarde la llamada que mi hermano me dijo que iba a hacer para comunicarme qué pasaba. En vez de esa, llegó al día siguiente, a las 6 de la mañana, una de mi mamá. Algo me decía que no la respondiera, así que no lo hice. Yo ya lo imaginaba porque, cuando Samantha me pasó su celular, su cara me lo confirmó. No tuvo que decir más nada mi mamá que “siéntate”. Mi papá había fallecido a la 11:55 del lunes 10 de abril.
Mi mamá se había ganado el concurso de docencia en La Loma en el 2010, así que nos fuimos a vivir allá, en un territorio extraño para mí porque ya no veía el pasto verde y las brisas de aire puro del Magdalena Medio. Todo había cambiado por tierra amarrilla, donde apenas empezaban a explotar una piedra negra llamada carbón, que era la culpable de que el aire fuese turbio y que impulsara a quererse bañar siempre porque se sentía pegajoso de algo que nadie aún sabe qué es. Mi papá, por su trabajo, no se fue con nosotras. Era casi imposible que lo hiciera, por lo que desde ahí la relación empezó a deteriorarse, además de que para nadie era un secreto que mi papá tenía un carácter superfuerte y sus cambios de humor eran repentinos.
Yo me acuerdo cuando mi mamá le dijo a mi abuela que se iba a separar de él. Yo no lo escuché, pero sí lo percibí por la manera de hablarle y cómo la veía mi abuela. En ese momento no sabía qué significaban esas miradas, pero ahora puedo asociar ese día perfecto porque después de esa conversación ella salió a despedirse por la ventana de la cocina que en ese momento miraba hacia el garaje. Cuando nos estábamos subiendo en la moto, recuerdo que mi papá regañó a mi hermano muy fuerte y mi mamá miró hacia donde estaba ella con cara de que viera lo que ella le había contado. Después de esta escena, pasó poco tiempo hasta un día en que mi papá y mi mamá estaban discutiendo, y me llamaron para preguntarme si era verdad que mi papá era grosero.
Yo era una niña; sin saber qué estaba pasando, solo asentí, pero supe en la cara de mi papá que nada estaba bien, así que me encerré en el cuarto evitando todo hasta que escuché los gritos de ella diciéndole que no se podía ir manejando de esa manera. Me acerqué corriendo y me puse al frente de la moto. Mi papá tenía los ojos rojos y una cara de enojo que nunca más le volví a ver. Ese fue el detonante de esa bomba, vi lo que pasaba desde el inicio, pero prefería no analizarlo y dejarlo pasar, como si no hubiese visto nada, por lo que para mí no fue sorpresa cuando, sentados en la cama de mi hermana, mi mamá nos dice que había terminado su relación con mi papá. Ya yo dentro de mí lo sabía y también sabía lo mal que se sentía mi mamá; se le notaba, estaba comiendo más de lo normal y siempre estaba con grandes ojeras. Aun así, en ese momento no entendía qué era una separación ni qué estaba sucediendo, solo percibía que las cosas no estaban bien.
Nunca imaginé lo tormentoso que era guardar luto. Que las mujeres tengamos hasta un guion de lo que se puede hacer y lo que no con nuestro dolor ha sido lo más humillante que he tenido que pasar en mi vida, pero entiendo lo fácil que es caer en este protocolo que nos han inculcado desde que nacemos, porque lo primero que hice en el momento que me enteré fue quitarme las uñas de color morado que tenía, me dio pena con los que estaban a mi alrededor que me vieran con ese esmalte. ¿Qué irían a pensar? Lo más seguro es que no quise a mi papá, lo que jamás pusieron en tela de juicio cuando mi hermano, una semana después, estaba en el Festival Vallenato de Valledupar. ¡Y yo aún no me podía poner una cadena porque el luto es para mujeres!, por eso, ponerme ropa negra fue el segundo paso de la lista predeterminada que tenía en mi cabeza cuando alguien se moría. No sé en qué momento estaba lo de sentarse y pensar en lo que estaba pasando, pero no tenía tiempo para eso, aunque en definitiva el paso más seguro y reconfortante fue que todas mis amigas llegaran a estar conmigo. Ahí me di cuenta del amor genuino y la sororidad que tenemos entre nosotras. Nadie te va a entender mejor que otra mujer, porque vive los diferentes tipos de presiones sociales, violaciones y abusos que tú también lastimosamente pasas. Tener a todas mis amigas en un mismo espacio fue el apoyo más significativo que me pudieron dar en ese momento. Y sé que lo mismo le pasó a mi mamá cuando vio a sus aliadas de vida.
El día que me entregaron el cuerpo de mi papá, casi 2 días después de fallecido, no sé ni qué frío sentí cuando la mujer de mi papá me entrega el certificado de defunción. Nos miramos y solo nos abrazamos, dándome la mano por detrás, sabía que tenía una pared para sostenerme y que se llamaba Ena Sarith, mi amiga, que en tan poquito tiempo habíamos construido una relación tan fuerte que se había vuelto mi hermana de venas hecha de amor y lealtad. Ella se quedó desde el comienzo de esa larga travesía y me sujetó muchas veces sin darse cuenta, volviéndose cada vez más compacta cuando nos íbamos acercando al pueblo de mi papá. No me imagino ahora qué hubiese sido de mí en esos momentos en que el mundo se me vino encima si me hubiese encontrado sola para hacer un recorrido que jamás pensé realizar en esas condiciones. Me acuerdo perfectamente de que, cuando pasamos por el pueblo y vi la calle de la casa de mi abuela llena de personas desde el inicio hasta el final, no pude aguantar las lágrimas del dolor que me causaba ver esa cantidad de gente por un motivo tan doloroso y cercano a mí. Llegando a la puerta de la casa y bajándome de la van, lo primero que vi fue la cara de dolor de mi madre, que me esperaba con los ojos llenos de lágrimas y la boca formando un puchero para no llorar. Ahí me solté, poniendo delante por un segundo lo que estaba sintiendo.
A los 2 días tuvimos nuestra primera discusión por el color de una blusa que llevaba: era roja. Ahí supe que iba a ser complicado todo y que ella lo iba a manejar diferente a mí, aunque la rara, sin miedo de admitirlo, era yo, porque yo era la única mujer de esa familia que no se había acercado al cajón a llorar y, por consiguiente, no me habían visto soltando ninguna lágrima. Así que: sí, la mayoría pensó que yo no había querido a mi papá o no lo suficiente para llorarlo. Muchas veces sentí que dentro de esa mayoría entraba mi familia y hasta mi mamá, porque ella, como es lo común, estaba llevando su luto de la manera que exige la sociedad, guardando un respeto a alguien que solo se lo podía haber mostrado estando vivo. Después de ahí, todo se vuelve una mera consolación de nosotros mismos por no haberlo hecho en vida.
Creo firmemente que mi papá se fue dejando cosas sin resolver, pero solucionando o componiendo otras que estaban un poco despegadas. Una de esas era la relación de mi madre y yo. Nunca me había puesto a analizar bien a mi mamá desde un punto que no fuera una madre cabeza de hogar. En aquellos días la empecé a ver como una mujer, una mujer que pasó por tantos problemas que tuvo que resolver ella sola y que sacó a sus hijos adelante; una mujer que sufrió abuso psicológico, que tuvo una infancia que la destrozó y la marcó; una preadolescente rebelde, igual que yo, que no dudó en decir no a muchas de las barreras que le colocaron. Siendo una mujer trabajadora, logró demostrar que luchando se pueden lograr muchas cosas en la vida y pudo salir adelante sin ninguna pareja al lado y ningún hombre que le sirviera de apoyo, porque solo se necesitaba a ella para poder cumplir sus metas.
Después de ver a mi madre de otra manera, cambió totalmente nuestra relación: antes la veía como la culpable de todos los problemas, por ser la que no me dio la suficiente atención; ahora puedo verla como una mujer con ansiedad que carga también una gran tormenta.
No puedo dejar de pensar que tengo una excelente mamá que, aunque muchas veces no me comprenda, también es una mujer que tiene sus criterios definidos, como los tengo yo, y los va a defender como cualquier otra persona. Es una mujer que ha curado sus heridas con el tiempo y que cambió los patrones de heridas que ella heredó para que sus hijas e hijos no los tuvieran, enfrentándose a sus traumas para romperlos desde la raíz, obligándose a abrir su conciencia para poder hacerlo sanamente.
Una madre que cambió su manera de crianza y de ver a sus hijas como una competencia para verlas como personas diferentes que tienen formas y actuares distintos porque, a pesar de que vivieran en el mismo techo toda su vida, sus experiencias fueron distintas, dándose cuenta de la enemistad que creó inconscientemente por intentar proteger a la que ella creía la más débil, ayudando ahora a mitigar ese dolor de herida de cada una, para que podamos tener una relación sana.
Mi mamá comprendió también que mis sentimientos y actitudes son consecuencias de mis traumas de niña y herencias, de la misma forma que yo comprendí su dolor y lo que tuvo que vivir para llegar a ser la magíster y casi doctora María Mercado. Además de ser la mujer con carácter que ahora veo porque entendí que esta también es su primera vez viviendo y siendo mujer y madre en este mundo, que es tan cruel y radical con aquellas mujeres que quieren abrir sus alas y volar sin tener un hombre al lado que esté dirigiendo sus vidas.
Ahora puedo ver lo que ella hizo con las alas rotas y débiles para poder darnos la vida que siempre quiso para ella, después de todo… ¿Cómo no voy a amar a mi mamá si tiene en su espalda la construcción de los privilegios que yo gozo con libertad?