Con frecuencia, cuando se habla de víctimas, de justicia y de paz en las mesas de negociación, en los despachos de los jueces y en los escritorios de los funcionarios, las decisiones excluyen consideraciones sobre la naturaleza. Este ejercicio de desarraigo de los problemas de su entorno natural es normal para los gobernantes, especialmente los que tienen asiento en Bogotá, pero completamente artificial y violento para la gente en los territorios.
En 2011, los pueblos indígenas de Colombia lograron, tras arduas negociaciones con el gobierno nacional, que la naturaleza fuera, por primera vez, reconocida como víctima, y por lo tanto, como sujeto de reparación (Decreto Ley 4633). En la consulta previa de esta norma, indígenas de todo el país insistieron en que el universo de víctimas no solo abarcaba las del conflicto armado en sentido estricto, sino también las víctimas de las dinámicas vinculadas al conflicto y altamente relacionadas con los intereses ilegales pero también legales sobre los bienes comunes (agua, minerales, tierra) tan abundantes en los territorios indígenas. Se referían, entre otros, a los proyectos de extracción de recursos naturales que fueron favorecidos por el desplazamiento forzado y otras dinámicas de violencia. En consecuencia, jueces de restitución de tierras han suspendido títulos mineros y los planes de reparación colectiva pueden incluir medidas para reparar los daños no solo a las personas, sino al territorio mismo, también explícitamente reconocidos en esta norma.
Este sin duda fue un logro histórico indígena del que aún hay mucho que aprender. No solo porque reconoció la naturaleza como sujeto de derechos cinco años antes de que la Corte Constitucional formulara la Sentencia que otorga derechos al Río Atrato, sino porque brinda pistas importantes para una construcción de paz integral, entre humanos, culturas y territorios. Sin embargo, estas avanzadísimas ideas se demoran en calar en la testarudez de los gobernantes centralizados. En efecto, en las negociaciones de La Habana, el gobierno nacional trazó su línea roja justo en esta discusión: el modelo de desarrollo no estaba en discusión y el tema ambiental, salvo algunas consideraciones sobre el cierre de la frontera agrícola, no fue protagonista en el Acuerdo.
Aunque hoy se celebre que la paz ha permitido conocer nuevas especies de nuestra biodiversidad e impulsar proyectos de conservación, en la práctica, el post acuerdo ha sido un desastre para la naturaleza en Colombia. Muchos territorios “rescatados” del control guerrillero están hoy bajo dinámicas de deforestación nunca antes vistas y concesión de títulos y licencias para megaproyectos. Lo más grave, sin embargo, es que a la par que el Estado fortalece el extractivismo centralizado en el país, nuevas formas de conflicto armado en las regiones ahogan los procesos locales de defensa territorial.
El gobierno nacional está decidido a realizar fracking en Colombia y a estimular proyectos de minería y agroindustria dondequiera que haya potencial. Su política ambiental privilegia la economía verde que deja las iniciativas en manos del mercado privado, sin comprender el carácter público de lo que está en juego y, de nuevo, sin vincular el ambiente a la democracia y la justicia. La Corte Constitucional restringió las posibilidades de las comunidades y los gobiernos locales de prohibir actividades extractivas de recursos del subsuelo en sus territorios por medio de consultas populares, y, el Congreso, como siempre, con su pasividad termina poniéndose del lado de los intereses privados sobre los bienes comunes. Mientras tanto, el nuevo blanco de las Águilas Negras y grupos armados ilegales con más clara identificación incorporan en sus amenazas de manera explícita a los ambientalistas. Y Colombia encabeza con Brasil la lista de más defensores y defensoras ambientales amenazadas en el mundo. Este es un fracaso estrepitoso en la construcción de paz y en la defensa de la naturaleza y una crisis imperdonable además en una coyuntura global de cambio climático que exige cambios inmediatos drásticos para evitar o amortiguar los escenarios de conflicto prometidos por el aumento incontrolado de temperatura media del planeta.
Los indígenas dieron la pauta para comprender que la paz para ser real debe firmarse entre humanos y con la naturaleza. Quienes deben cambiar de perspectiva no son las comunidades y los movimientos sociales que defienden la naturaleza. Hace tiempos que ellas intentan trasmitirles incluso a sectores ambientalistas y progresistas la noción integral de territorio que incluye los lazos entre naturaleza y cultura. Aún existen sectores comprometidos con la paz que no han incorporado de manera decidida a la naturaleza como protagonista en sus análisis y decisiones. Por eso, este reto llama particularmente a quienes intentan implementar la paz en las distintas instituciones, por ejemplo, la Jurisdicción Especial para la Paz, la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad y la Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas, pero también a académicas, organizaciones sociales y ambientales, y medios de comunicación.
Reparar una sociedad rota y construir paz por medio de la reconciliación con la naturaleza es un camino tan prometedor como inexplorado. Por eso, es hora de que promotoras de la paz incluyan en sus reflexiones y decisiones a la naturaleza como sujeto que ha sido causa, botín y víctima del conflicto, pero también resistente, y, sobre todo, como elemento inherente de la satisfacción de todos los derechos humanos.
Este artículo fue publicado originalmente en la página nodal.am