Guía para comunicar sobre financiamiento climático
Cada vez escuchamos más a menudo noticias sobre temperaturas récord, incendios devastadores, inundaciones, tormentas y sequías extremas. Los científicos lo han advertido desde hace años, pero ahora, un estudio publicado en la revista BioScience asegura que estamos entrando en una nueva fase “crítica e impredecible” de la crisis climática. El mayor ejemplo es que “la crisis climática nos está golpeando casi semanalmente en todo el mundo”, como aseguró Mia Mottley, la primera ministra de Barbados y una de las mujeres más visibles en las discusiones climáticas, durante su discurso en la 79a sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre de 2024.
Durante 2024, fuimos testigos de meses en los que la temperatura media global fue la más alta registrada, y solo entre enero y septiembre se documentaron más de 400 mil incendios forestales en América Latina. La sequía extrema ha puesto en jaque a la Amazonia y a varios afluentes de la región, mientras que poblaciones de Estados Unidos se enfrentaron a una “devastación de proporciones históricas” a causa de los huracanes Helene y Milton, que ocurrieron con solo semanas de diferencia.
Aunque el vínculo entre huracanes y cambio climático es complejo, e implica varias variables y atribuciones difíciles de establecer, los científicos han identificado algunas conexiones: en un mundo más caliente y más húmedo, las tormentas son más intensas. El último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) señala que es probable que la proporción de huracanes de categorías 4 y 5 (la más intensa) aumente con el calentamiento del planeta.
Pero, ¿cómo se relaciona esto con el financiamiento climático?
Avanzar en la implementación del Acuerdo de París para reducir las emisiones de gases que calientan la atmósfera y hacer frente a la crisis climática implica, necesariamente, meterse la mano al bolsillo. En palabras sencillas, los países se comprometieron a reducir sus emisiones para evitar un aumento de la temperatura global de 2°C a final de siglo, con esfuerzos para limitarlo a 1,5°C. Sin embargo, las metas que se han establecido a nivel nacional (conocidas como Contribuciones Nacionalmente Determinadas, o NDC, por sus siglas en inglés) están lejos de lograrlo, y van por la senda de un aumento de más de 3° C. Implementarlas, además, costaría cerca de US$ 5.9 billones.
Por eso, el Acuerdo de París incluye entre sus compromisos el artículo 2.1 letra C, que establece “situar los flujos financieros en un nivel compatible con una trayectoria que conduzca a un desarrollo resiliente al clima y con bajas emisiones”.
De hecho, la prioridad para la COP29 de Azerbaiyán es establecer una nueva meta de financiamiento, conocida como Nuevo Objetivo Colectivo Cuantificado (NCQG, por sus siglas en inglés), que sea justo, ambicioso y que responda a la urgencia y magnitud de la crisis climática, teniendo en cuenta las particularidades y necesidades de los países en desarrollo.
Pero no es una tarea sencilla. La mediación implica un consenso entre los países en desarrollo, que piden más ambición y cambios estructurales en los mecanismos de financiación; y los países desarrollados, que aunque cargan con una mayor responsabilidad, han incumplido los compromisos pactados hasta ahora.
En resumen, pese a que solemos pensar en el cambio climático como un tema ambiental o, quizá, de política internacional, lo cierto es que también es un asunto económico. Y para entenderlo de cerca, es mejor ir por partes.