Introducción
El presente escrito busca situar el problema del extractivismo minero-energético en un contexto de conflictividad social y armada que, al intentar resolverse mediante soluciones pacíficas como el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera de noviembre de 2016, da cuenta de la persistencia de factores o aspectos críticos en temas como la consulta previa, el cumplimiento de decisiones judiciales, la responsabilidad empresarial respecto de violaciones a derechos humanos, los procesos de captura corporativa del Estado en materia de regulación ambiental y utilidad pública, entre otros, que se pueden enfrentar con un modelo amplio de transición posextractivista (política y energética) que incluya mecanismos específicos de verdad, justicia y reparación alrededor del papel del extractivismo en la reconfiguración violenta del Estado y en su reconstrucción democrática.
De igual manera, se propone destacar la transversalidad de los enfoques diferenciales de género y étnico-racial como modelos de análisis que permiten identificar los daños específicos y desproporcionados que el modelo extractivista, instalado en los territorios de las mujeres rurales y los pueblos étnicos en medio de la guerra, impone como restricciones a la vida, la autonomía y la dignidad de sujetos sociales diferenciados.
Además, el texto se enfoca en desarrollar la hipótesis según la cual los aspectos críticos encontrados pueden tener alternativas de solución mediante la profundización de los derechos de participación de los pueblos, comunidades e individuos afectados por los efectos diferenciados del modelo en el contexto del Acuerdo de Paz de 2016, especialmente en lo que respecta al enfoque territorial de la construcción de paz que se encuentra en la base de la suscripción de dicho acuerdo y de otras iniciativas locales de transición democrática.
Esta hipótesis supone que la transición democrática tiene como base la reivindicación local de procesos de incidencia directa de comunidades y territorios afectados por el conflicto armado interno (CAI) en políticas de transformación territorial, de manera que la justicia ambiental y las resistencias a los impactos de la extrahección de recursos naturales en territorios de guerra se pueden constituir en garantías de no repetición de los factores de persistencia de la economía política del CAI asociados al extractivismo minero-energético.
I. El contexto del extractivismo y su relación con el conflicto armado en Colombia: del extractivismo en guerra a la extrahección en medio de promesas de paz
Gudynas (2018) afirma que el conflicto armado y las violencias presentadas en la historia contemporánea de Colombia han impedido el reconocimiento de “la violencia propia de la imposición de los extractivismos” (p. 8). En el marco de la ecología política, esta violencia inherente a la implantación de complejos extractivistas se conoce como extrahección (Gudynas, 2015), que significa, precisamente, una extracción violenta de recursos naturales en territorios específicos por lo general habitados por otredades sociales, étnicas, raciales y culturales1 .
Por su parte, el Consejo Nacional de Paz Afrocolombiano (CONPA, 2021a), al hacer referencia a la implementación de diversos extractivismos en territorios que constituyen hábitats culturales del Pueblo Negro Afrodescendiente, describe el fenómeno como un proceso sistemático de extrahección, en el que esa violencia inherente de la que habla Gudynas tiene órdenes de relación de causalidad o funcionalidad con la violencia generalmente asociada a las interacciones estratégicas de los actores armados que han impuesto hegemonías territoriales a través del terror y de violaciones a derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario (DIH).
En efecto, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV, 2022b) reconoce en algunos de los tomos de su informe final, como es el caso de Resistir no es aguantar, que los actores armados en Colombia han respondido a intereses estratégicos asociados a la captura y el control de rentas extractivas, legales e ilegales, y que tal realidad enmarca sus interacciones violentas en un proceso complejo de acumulación de capital por medio de la desposesión estructural de los pueblos, comunidades y territorios de interés extractivista, lo cual transformó estos espacios de vida en corredores estratégicos de la economía política de la guerra o en auténticas zonas de sacrificio medioambiental y humano para las que las dinámicas propias de la guerra han resultado útiles y necesarias2.
Resolver el problema de la falta de verdad, justicia y reparación alrededor del papel de los extractivismos en las violaciones a derechos humanos de titularidad individual y colectiva se convierte en el pilar fundamental para una transición democrática situada en un contexto de construcción de paz planteado desde los esfuerzos por lograr una superación negociada de la guerra.
Uno de los efectos esenciales de una guerra principalmente modelada en contra de la sociedad o de la población civil es la desterritorialización (Pécaut, 2001; CEV, 2022b) o el destierro violento (Vargas Valencia, 2022a) como trashumancia forzada de gentes arraigadas a los territorios de interés extractivista o como transformación radical de las relaciones ancestrales de dichas gentes con sus espacios vitales, configurándose así fracturas o fragmentaciones territoriales basadas en fronteras violentas y procesos de dominación poblacional armada (Pécaut, 2001).
Tales fracturas han sido funcionales al interés de diversos agentes económicos y políticos de instalar complejos extractivistas en los territorios disputados por actores armados legales e ilegales. Incluso han sido provocadas por dichos intereses, en el entendido de que los actores armados, unos más que otros, en particular a partir de la década de los años 90 del siglo XX, enfocaron sus acciones bélicas en proteger, controlar y usufructuar rentas asociadas a la explotación de recursos naturales.
Las promesas de paz relacionadas con la implementación de iniciativas transicionales, como el acuerdo final de noviembre de 2016 suscrito en Colombia por el Gobierno nacional y las entonces Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), se ven interceptadas por este contexto de interacción estratégica entre extractivismos legales e ilegales, violaciones a derechos humanos, desarraigos y desterritorializaciones violentas, y lo que el CONPA (2021b, p. 67) denomina vaciamiento de la dignidad de grupos sociales, étnicos y raciales.
Mientras el acuerdo reconoce la existencia de elementos diferenciales y específicos que dan sentido a la idea de territorialidad en los lugares más afectados por la guerra, la transformación violenta de los territorios de la gente Campesina, Negra e Indígena en Colombia obedece a que estos fueron pensados por las élites rentísticas como espacios susceptibles de ser vaciados cultural, poblacional y ambientalmente.
Dichas élites compartieron una visión etnocida y ecocida del desarrollo con los actores armados, toda vez que estos allanaron el camino para la instalación de extractivismos a gran escala, mediante el método de “tierra arrasada”, haciendo de unos y otros auténticos empresarios de la guerra (Pécaut, 2001; Vargas Valencia, 2022a) en medio de un Estado capital-colonialista de corte patriarcal, racista y clasista (CEV, 2022a, pp. 229, 324, 456 y 458) que desde sus orígenes permitió u orquestó “la suplantación (privada) de sus funciones básicas como, por ejemplo, la regulación de mercados, previamente delegada a élites económicas que han actuado motivadas por intereses egoístas sin retribución social” (Vargas Valencia, 2022a, p. 18).
De esta manera, las oportunidades de paz se ven interpeladas por la legítima aspiración de no repetición de estas interacciones estratégicas entre la economía política de la guerra y el extractivismo como modelo económico que el Estado acepta hegemonizar en medio del estruendo de las balas y explosiones, seducido por la perpetuación del poder económico de sus élites a través de la reproducción de las dinámicas más crueles y deshumanizantes de la violencia que reflejaron, en el caso de la Fuerza Pública y el paramilitarismo, la implementación de una política de exterminio de disidencias políticas, económicas, sociales y culturales, mediante la doctrina del enemigo interno, la cual tuvo entre sus variadas versiones la de la anulación violenta de las resistencias territoriales a la extrahección de recursos naturales o al extractivismo en guerra, consideradas supuestas formas de terrorismo (CEV, 2022a, p. 390).
II. La captura extractivista en medio de la reconfiguración violenta del Estado
En el contexto señalado, la variable de captura extractivista del Estado se convierte en un factor tanto explicativo como de persistencia de las violencias asociadas a la desterritorialización y al vaciamiento en el que se insertan las dinámicas del extractivismo en medio de la guerra diferenciada y, específicamente, dirigida a poblaciones cuya historia, ancestralidad, visión política y sentido del buen vivir constituyen resistencias a tales dinámicas.
Al menos 3 razones explican lo expuesto: (1) “la dominación territorial de los actores armados en referencia implica, además, el debilitamiento, la cooptación, el control o la expulsión de las instituciones estatales encargadas de garantizar los derechos ciudadanos” (Vargas Valencia, 2022a, p. 18); (2) como destaca Gudynas (2015), los extractivismos violentos suelen imponerse en un contexto de alegalidad en el que “las empresas y demás agentes interesados en la extrahección, emplean prácticas que en su apariencia formal cumplen con las exigencias legales, pero sus consecuencias son claramente ilegales” (pp. 125-126); (3) en países como Colombia, el modelo normativo asociado a la agroindustria o a los intereses minero-energéticos suele caracterizarse por la existencia de vacíos jurídicos en lo que respecta a la protección de derechos susceptibles de ser transgredidos por la implementación del modelo o a la ponderación de estos en relación con los intereses económicos amparados por las normativas que lo sustentan.
En el caso colombiano, esta realidad se relaciona con 2 factores clave. El primero lo representa la captura corporativa del Estado a través del lobby empresarial o “cabildeo no regulado” (Pardo, 2021, p. 22) y otros procesos como la “puerta giratoria” o alternancia de altos cargos por personas que pasan del sector privado al público y viceversa (p. 20), o la cooptación estatal y comunitaria de territorios extractivos por parte de grandes compañías extractivistas mediante sus programas de “Responsabilidad Social Empresarial - RSE” (p. 22). El segundo es el enraizamiento de contextos de legalidad conveniente (Pécaut, 2001), agenciada por actores armados y sus aliados o beneficiarios económicos.
La captura corporativa del Estado es una de las manifestaciones de la captura estatal entendida como
Una acción corrupta emprendida por un agente particular que se aprovecha de su poder económico para acceder al ámbito político del Estado, con el objeto de preservar un modelo que lo privilegia y/o presionar decisiones que favorecen sus intereses egoístas. (Pardo, 2022, p. 1)
En este orden de cosas, el fenómeno se entiende como la intervención sistemática y estratégica de agentes pertenecientes al sector privado y “a los grupos fácticos asociados al extractivismo” en ámbitos de decisión pública del resorte del Estado, orientada a que las políticas públicas y las normativas privilegien “el modelo económico neoliberal sobre el modelo social, con ventajas y beneficios regulatorios” que favorecen a tales agentes y grupos (Pardo, 2021, p. 20).
En el entretanto, la legalidad conveniente hace referencia a un fenómeno con frecuencia desarrollado en los territorios afectados por el CAI que consiste en la convergencia entre la legalidad e ilegalidad en el despliegue de operaciones y transacciones económicas realizadas en contextos de violencia, que traen como consecuencia la imposibilidad de ejercer con libertad el consentimiento como base de la voluntad contractual o la agencia política para algunos y, para otros, la amplia libertad o poder de usurpar, desposeer o expoliar derechos ajenos a través de maniobras legales o de “puntillismo jurídico” (Pécaut, 2001)3 .
En el caso de “los proyectos empresariales que se han implantado en territorios de control o disputa entre actores armados en diversas regiones de Colombia [y que] fueron respaldados por políticas de desarrollo trazadas desde gobiernos locales y nacionales” (Vargas Valencia, 2022a, p. 41), la legalidad conveniente se expresó a través de, por lo menos, 2 fenómenos que en cierta medida se relacionan con las prácticas que Gudynas (2018) considera expresiones de la relación estrecha entre extractivismo y corrupción, pues denotan acciones que no están expresamente prohibidas por las leyes, pero tienen como finalidad “un aprovechamiento espurio que perjudica los intereses colectivos” (p. 37):
- El aseguramiento de los proyectos extractivistas mediante la prospección en medio de amenazas directas en contra de pobladores y colectivos de arraigo y en resistencia ante tales actividades, y la explotación consolidada con licenciamientos y títulos cuyo trámite invisibiliza el vaciamiento poblacional (físico y simbólico) que los sustenta y que suele ser provocado por esquemas de seguridad protegidos parcialmente por la ley, pero configurados con la participación de actores armados privados, alianzas de estos con miembros de la Fuerza Pública o agentes armados del Estado que actúan como mercenarios corporativos en el marco de convenios de seguridad entre el Gobierno y las empresas, amparados por. • La creación e implementación de minutas formalmente legales, tal como comparten Miguel Ángel Cáceres Gaitán, Jeremy Audrey León Linares y Eduardo Quintero Chavaría en su capítulo sobre la captura corporativa del Estado en el marco de la exploración y la explotación de hidrocarburos.
- .La creación e implementación de
Complejos sistemas de adquisición jurídica de las tierras (acumulación a través de la creación de nuevas empresas, compras de tierras de aluvión, adquisición de derechos de usufructo, desalojos de la población de arraigo a través de figuras legales como los ‘amparos administrativos’, etc.), desplegados gracias a la cooptación de funcionarios locales encargados de la ejecución de la política rural, formalización o legalización de títulos y modos de adquisición de tierras. (Vargas Valencia, 2022a, p. 41)4
La intersección entre ambos fenómenos da lugar a un proceso mucho más complejo de lo que Garay Salamanca (2016) denomina reconfiguración cooptada del Estado, en el que se presenta una simbiosis entre estructuras mafiosas de poder y la gestión de la protección estatal de intereses extractivistas que
[…] mediante prácticas ilegales o legales, pero ilegítimas, buscan sistemáticamente modificar “desde adentro” el régimen e influir en la formulación, modificación, interpretación y aplicación de las reglas del juego social y de las políticas públicas, con el objetivo de obtener beneficios de largo plazo y de asegurar que sus intereses sean validados política y legalmente. (p. 40)
Lo expuesto ocurre en un marco histórico más amplio de reproducción del rentismo que logra manipular e incluso reconfigurar instituciones formales del Estado desde su interior, como puede estar pasando con el mecanismo de tramitación de las solicitudes específicas de conceptos sobre la aplicabilidad o no del derecho fundamental a la consulta previa a pueblos étnicos hechas por empresas extractivistas al Ministerio del Interior, como lo resalta la abogada Diana Carrillo González en su capítulo sobre la captura corporativa de la consulta previa como ejemplo de autoritarismo tecnocrático.
En este caso, el rentismo, entendido como la “reproducción de prácticas impuestas de facto por grupos poderosos en usufructo de su posición privilegiada en la estructura social, económica o política para la satisfacción excluyente de intereses propios a costa del interés común y sin retribución social” (Garay Salamanca, 2016, p. 30), produce un enraizamiento de prácticas opacas (carentes de transparencia), ilegales o corruptas en los ámbitos político y económico, mediante la naturalización e institucionalización del poder de influencia como práctica cotidiana, el uso de la precaria institucionalidad para fines egoístas e incluso abiertamente criminales, la cultura del favor o la puesta de la planta de personal y del presupuesto oficial al servicio de fines particulares.
Esto representa una de las expresiones locales de la globalización neoliberal que se sustenta en el quebrantamiento de las bases de confianza y reciprocidad que sustentan el régimen de mercado o de relaciones contractuales (Garay Salamanca, 2016, p. 31), provocando la implementación de una economía de la desconfianza en los territorios disputados para el extractivismo (Pécaut, 2001).
En el marco de dicha economía, las compañías o los agentes extractivistas despliegan, directamente o por interpuesta persona:
Estrategias de adaptación a las reglas de actores armados o realizan aportes a su financiación, legitimación o fortalecimiento, con lo cual perpetúan las tendencias de combinación de reglas de mercado y relaciones de fuerza en un marco de aceptación de economías que funcionan sobre la base de la desconfianza en territorios de violencia. (Vargas Valencia, 2022a, p. 30).
La capacidad de influencia que tienen las alianzas entre agentes rentísticos y armados da lugar a procesos de corrupción sistemática que van más allá del soborno a funcionarios públicos porque involucran redes complejas de poder que permiten la interacción estratégica entre agentes legales, ilegales, abiertamente criminales y grises u opacos con el Estado para la satisfacción de fines que superan las meras ganancias económicas casuales de corto plazo (Garay Salamanca, 2016).
Tales fenómenos configuran el marco de emergencia de los procesos de concesión de bienes públicos por parte del Estado a particulares en razón de su poder de injerencia, intimidación o coacción y permiten explicar el alcance adulterado dado por la institucionalidad minero-energética a conceptos jurídicos como el de utilidad pública, que subrayan Miguel Ángel Cáceres Gaitán, Jeremy Audrey León Linares y Eduardo Quintero Chavarría en su capítulo sobre captura corporativa en contextos de exploración y explotación petrolera, que da cuenta de los procesos de despojo de tierras y territorios que se desprenden de la declaración de estas actividades como de utilidad pública.
III. Algunos daños diferenciales de la extrahección en medio de la captura extractivista
La propuesta de reconocimiento de la intersección entre las dinámicas extractivistas, la captura corporativa del Estado y las interacciones territoriales de actores armados en zonas de interés para la instalación de enclaves de explotación de recursos naturales, al menos desde mediados de la década de los años 90 del siglo XX en Colombia, evidencia un contexto en el que el enfoque de derechos es fundamental para pensar el presente y el futuro a modo de ejes de la transición hacia la paz, base de la implementación del acuerdo suscrito por el Gobierno nacional y las otrora FARC-EP en 2016, como un camino difícil, pero no imposible, de construcción de escenarios en los que no se repitan las nefastas consecuencias de estas confluencias.
Este enfoque es común a las propuestas presentadas por las autoras y los autores de la presente publicación, pues comparten una aproximación analítica de cuestionamiento de los efectos estructurales del extractivismo respecto de los derechos fundamentales, individuales y colectivos de personas, familias, pueblos, comunidades y territorios específicos o singulares.
Además, el enfoque reconoce que en la confluencia de causas también es posible advertir la transversalidad de ciertos efectos que orbitan alrededor de la violación sistemática de derechos humanos respecto de personas y grupos especificados, y el deterioro o destrucción del medio ambiente en contextos de guerra, en marcos extractivistas o en la afluencia espaciotemporal de estos.
En este caso, el fenómeno estructural de captura corporativa que trasciende al riesgo de reconfiguración cooptada del Estado que las transiciones podrían prevenir o reparar permite explicar, al menos parcialmente, el carácter masivo y sistemático de sus efectos y, en particular, la dimensión grave, diferencial, desproporcional y enfática de los perjuicios que estos ocasionan a subjetividades sociales, territoriales y culturales concretas.
Así, incluso en ausencia de dinámicas de guerra, el lugar que ocupa el Estado en la dialéctica de protección/desprotección de intereses y derechos en torno al extractivismo da cuenta de un doble déficit de (1) afirmación de los intereses generales con ocasión de la predisposición del Estado hacia la satisfacción de intereses económicos de élites minoritarias y (2) de las exigencias mínimas para la realización del principio de igualdad material, a través de la reducción de brechas de desigualdad o de injusticia radical respecto de sectores sociales y culturales marginados, precarizados o victimizados desde el punto de vista socioeconómico.
El déficit de protección de derechos humanos y ambientales asociado por las autoras y los autores del presente libro al contexto de exacerbación del extractivismo que se produce de manera paralela al de exacerbación del conflicto armado, entendido como una guerra irregular especialmente dirigida contra la población civil, se materializa en fallas de reconocimiento de los grupos sociales que el enfoque mencionado considera diferenciales para hacer referencia, por lo menos en lo que respecta a los planteamientos compartidos en la presente publicación, a las mujeres, en particular a aquellas que tienen arraigo en zonas rurales, y a los pueblos étnica y racialmente diferenciados.
Desde esta perspectiva, y como sugiere el tomo étnico del informe final de la CEV (2022b, pp. 120-658), el enfoque apunta a que las consecuencias de las confluencias aquí destacadas no se consideren meros impactos, sino auténticos daños, ya sean reales o actuales y potenciales o futuros, especialmente porque, al igual que los del CAI, profundizan “circunstancias previas de vulnerabilidad y discriminación, lo que genera un mayor riesgo de sufrir violaciones y daños en el futuro” (CEV, 2022b, p. 121).
El tomo en mención advierte que el concepto de daño es más adecuado para el reconocimiento de las múltiples violencias infligidas de manera diferenciada y desproporcional a otros/otras, como lo son las mujeres rurales o los pueblos racial y étnicamente diferenciados en el contexto del CAI, puesto que
Implica el reconocimiento expreso del contenido, el alcance, la gravedad y la magnitud de las privaciones, violaciones y vulneraciones de derechos acaecidas con ocasión del conflicto armado (a lo que refiere el concepto de ‘impacto’); además, permite revelar el contexto que explica sus causas e identificar responsabilidades. (CEV, 2022b, p. 121)
Lo expuesto permite situar el problema de las consecuencias del extractivismo en guerra como una cuestión de continuo y profundo menoscabo a la agencia política de las personas, los colectivos y los pueblos que se han resistido al extractivismo o a la guerra, o que han sido privados de sus derechos y relaciones territoriales (aun en casos de confinamiento que no implican desplazamiento físico, pero sí simbólico) por conducto de las dinámicas de confluencia entre ambos.
Dicho daño estructural, que también contribuye a identificar la estrecha relación existente en Colombia entre extractivismo y guerra, puede explicarse como la estigmatización de los otros/otras5 , cuya sola existencia o reexistencia representa una resistencia a la extrahección territorial y, por ende, como vaciamiento ontológico (Vergara, 2014, en Mina Rojas, 2020, p. 38) de cuerpos, pueblos y territorios sometidos a un continuum de agravios e injusticias sociohistóricas inconclusas.
La estigmatización, enmarcada en la falla de reconocimiento que la captura corporativa del Estado profundiza en la vida cotidiana de los otros/otras sociales, culturales, étnicos, raciales y de género aquí destacados, debido a que ha anulado sus posibilidades de comunicación simétrica con el Estado y las corporaciones, se ha expresado en el intento de exterminio de liderazgos, estructuras organizativas y comunidades políticas a través de violaciones a derechos humanos perpetradas por estructuras armadas legales e ilegales, o en la criminalización de sus acciones o diversas formas de resistencia por parte de agentes de Estado.
En este orden de cosas, el vaciamiento6 provoca la pauperización política o fallas de representación de sectores victimizados y desarraigados, facilitando los caminos de imposición no consentida de visiones de desarrollo basadas en la acumulación por desposesión (CEV, 2022a, p. 488) en territorios azotados por (1) la violencia estructural asociada a la pobreza, al patriarcado y al racismo, (2) las múltiples violencias físicas asociadas al CAI y (3) el arribo del extractivismo amparado directamente por políticas de Estado (en el caso del considerado “legal”) o por la impunidad orgánica reinante en los territorios (en el caso de los extractivismos considerados “ilegales”).
Estos contextos permiten explicar algunas circunstancias que culminan en la producción de daños individuales y colectivos particularmente diferenciales (o de escenarios de riesgo de daño), que demandan la existencia de un proceso amplio de esclarecimiento, atribución de responsabilidades y resarcimiento a través de escenarios de verdad, justicia y reparación encaminados a la no repetición de la economía política así entretejida por la extrahección o extractivismo violento y la captura extractivista, orientada a la reconfiguración cooptada del Estado en Colombia. Entre otras, se destacan las que se desprenden de estos ejemplos traídos a debate por las autoras y los autores de la presente publicación:
a. La transformación de los escenarios inicialmente contemplados para reforzar la protección de derechos fundamentales en lugares de disputa asimétrica entre pueblos o comunidades afectados por el extractivismo y las corporaciones extractivistas, en un contexto en el que el Estado apoya de manera irrestricta a estas últimas profundizando las desigualdades e injusticias que dan lugar a la violación reiterada de derechos o a la revictimización de las comunidades de arraigo, como resalta Marilyn Machado Mosquera al referir al caso de la fallida consulta previa de la construcción y puesta en funcionamiento de la represa de la Salvajina en el Norte del Cauca.
b. La agudización de los múltiples efectos perjudiciales en clave de contaminación de aguas y aire, afectación de acuíferos, desaparición forzada de los usos agrícolas de la tierra y los consecuentes perjuicios a la salud o procesos de empobrecimiento económico, cultural y espiritual de Pueblos Campesinos y Étnica o Racialmente Diferenciados que traen consigo la exploración y explotación de recursos minero-energéticos con ocasión de 2 situaciones convergentes:
- La falta de debida diligencia por parte de las autoridades encargadas del licenciamiento ambiental de estos procesos extractivistas, que tiene como principal causa la pretermisión culposa o intencional de la participación de las personas afectadas en los distintos procesos de prevención socioambiental, como subraya la Corporación Geoambiental Terrae en su capítulo de análisis del rol que ha jugado hasta hoy la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) en la gestión del principio de precaución en proyectos mineros como El Cerrejón.
- La ausencia casi siempre premeditada de recolección y análisis independientes de información que sirva de contraste a la que suministran las empresas o los consorcios petroleros, como lo destacan Miguel Ángel Cáceres Gaitán, Jeremy Audrey León Linares y Eduardo Quintero Chavarría en el capítulo referido a los conflictos socioambientales presentes en casos petroleros como el de Puerto Vega-Teteyé y el del Pueblo Awá.
c. La privación del derecho de la gente Campesina, Indígena y Afrodescendiente a acceder “a recursos judiciales y de otra índole que resulten idóneos y efectivos para reclamar por la vulneración de los derechos fundamentales” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH], 2007, §1) en casos donde se cuestiona el extractivismo y que, después de largos procesos judiciales con significativas cargas probatorias, culminan en sentencias que no cumplen las autoridades competentes, como señala la Corporación Geoambiental Terrae en el primer capítulo del libro, contribuyendo a pensar en la emergencia de un complejo escenario de mora judicial estructural parecido a un estado de cosas inconstitucional, en el sentido de que, por la vía de hacer nugatorio el cumplimiento de las decisiones judiciales que amparan los derechos ambientales de los territorios y personas afectadas por el extractivismo, impide la correlativa garantía de derechos económicos, sociales y culturales.
d. El progresivo desdibujamiento del contenido y alcance reparador de escenarios de justicia transicional diseñados en favor de las víctimas de procesos específicos de desarraigo, como el despojo o abandono forzado de tierras en el marco del CAI, con ocasión de la intervención con propósitos de cooptación de agentes económicos privados y agencias gubernamentales sectoriales que ven en la restitución de tierras un obstáculo para la satisfacción de los propósitos extractivistas en territorios previamente afectados por la violencia armada, como describe Marcela Castellanos Acosta en su capítulo sobre el funcionamiento de la acción de restitución de tierras, que aborda la Ley 1448 de 2011, en territorios de auge de extractivismos mineros.
En el ámbito territorial, los aspectos expuestos tienen la vocación de desatar, reproducir o reciclar conflictos socioeconómicos actuales o potenciales, cuya gestión basada en criterios de justicia debería estar en el centro de una agenda de paz erigida con un enfoque territorial, como la que supone la implementación del acuerdo final de noviembre de 2016.
Además, tienen en común que, si se insertan en el contexto de violencias asociadas al CAI, podrían indicar que el régimen del terror vinculado a dichas violencias pudo ser un factor de inhibición del ejercicio de derechos de participación, como el de consulta previa, que fue aprovechado por el extractivismo para desplegar sus actividades a espaldas de las expectativas, los saberes, los proyectos de vida digna y las resistencias de sus titulares.
Por tal razón, deberían incluirse en la agenda de no repetición, si se tiene en cuenta que, debido a la conexión entre las dinámicas de la guerra y las del extractivismo aquí destacadas:
La no repetición en lo que atañe a la resolución de conflictos socioeconómicos conexos al CAI, puede presentar dificultades en contextos territoriales donde la agenda extractiva se instala aún en contra de la voluntad de las comunidades de arraigo, toda vez que produce resistencias que pueden dar lugar a procesos violentos o a estrategias de litigio. (Vargas Valencia, 2022b, p. 360)
Estas serían gestionadas bajo una lógica de diferendo, a saber, de abuso del poder dominante por parte de las corporaciones extractivistas. Tales circunstancias demandan la prevención, sanción y reparación del vaciamiento a la dignidad y el menoscabo a la agencia política de los pueblos y comunidades afectados por el extractivismo guerrerista, de manera que las resistencias no sean objeto de nuevas violencias institucionales o institucionalizadas, sino canalizadas en espacios simétricos de participación real y efectiva, y que los diferendos se conviertan en verdaderos litigios, es decir, en escenarios de justicia donde el Estado activa mecanismos sustanciales, procesales y probatorios de protección reforzada en favor de quienes ingresan al campo litigioso en condiciones de desigualdad o desventaja manifiesta, y en los que las decisiones basadas en la ponderación equitativa de derechos tienen una vocación real de cumplimiento.
A manera de conclusión. El Acuerdo de Paz como transición posextractivista
Se resalta que la literalidad del Acuerdo de Paz de noviembre de 2016 no alude al extractivismo y, en principio, parece no cuestionarlo. Sin embargo, el texto cuenta con algunas aproximaciones o claves interpretativas que permiten asegurar que no apunta a una paz extractivista, sino a una transición compleja que reconoce la necesidad de reorientar el ordenamiento territorial hacia “criterios de sostenibilidad ambiental” (Gobierno nacional de Colombia y FARC-EP, 2016, p. 13) y la profundización democrática mediante el reforzamiento de escenarios de participación comunitaria alrededor de las transformaciones territoriales que acarrea su implementación.
Esto se encuentra estrechamente vinculado al enfoque territorial de dicha implementación, que consiste en el reconocimiento de las particularidades diferenciales que tienen los territorios desde las perspectivas cultural, socioeconómica y ambiental, con el objetivo de desarrollar en el marco de construcción local de escenarios de paz “alternativas equilibradas entre medio ambiente y bienestar y buen vivir” en el contexto de la transformación del modelo de desarrollo rural que significa la implementación del punto 1 del acuerdo (Gobierno nacional de Colombia y FARC-EP, 2016, pp. 19-20).
Por su parte, el capítulo étnico erige salvaguardas específicas y diferenciales que apuntan a respetar “el carácter principal y no subsidiario de la consulta previa libre e informada y el derecho a la objeción cultural como garantía de no repetición” ante toda decisión que acarree el riesgo de exterminio físico y cultural de los Pueblos Étnico-Raciales (Gobierno nacional de Colombia y FARC-EP, 2016, p. 206), lo cual incluye, como se ha visto, la extrahección de recursos naturales (con o sin violencia armada) en sus territorios ancestrales o hábitats culturales.
En este mismo sentido apuntan algunas de las recomendaciones contenidas en el informe final de la CEV (2022a), “formuladas teniendo en cuenta los desafíos que enfrentan el país y el planeta por cuenta del cambio climático y de una crisis alimentaria en ciernes” (p. 707). Tales recomendaciones reconocen que la promoción de un modelo de desarrollo rural sostenible, que subyace tras el punto 1 del acuerdo final, debe permitir “repensar el modelo de desarrollo basado en el extractivismo” para alcanzar “la protección de los derechos de las generaciones presentes y futuras” (CEV, 2022a, p. 707).
Las apuestas transicionales que se desprenden de esta axiología literal e interpretativa del acuerdo final permiten diferenciar entre una de contenido político y otra de alcance socioambiental. La primera configuraría una transición democrática caracterizada principalmente por el fortalecimiento y protección de la participación comunitaria anulada por la violencia del CAI; la segunda actuaría como una transición energética a partir de la revisión de la pertinencia del extractivismo de cara al cambio climático, la protección de la soberanía alimentaria y el cuidado o reafirmación del buen vivir7.
Ambas formas de transición tienen en común un aspecto ético que apunta a la reversión de los fenómenos de captura extractivista del Estado que han impedido que este cumpla su papel de garante de los derechos de todos y todas, puesto que plantean “un conjunto de políticas, estrategias y acciones para, por un lado, revertir los efectos más dañinos de las actividades extractivistas, y por otro lado, paulatinamente desmontar la dependencia extractivista promoviendo otros sectores” (Gudynas, 2018, p. 189), como el de producción de alimentos y las economías propias de los pueblos rurales, en el contexto de reafirmación del estrecho vínculo que existe entre los principios constitucionales de precaución de daños ambientales y de pervivencia o persistencia física, material, cultural y étnica de los Pueblos Campesinos e Indígenas y de las comunidades del Pueblo Negro Afrodescendiente.
Este entretejido transversal de carácter ético entre las transiciones que subyacen tras el Acuerdo de Paz de 2016 permite fundamentar su implementación territorial en valores y principios ético-políticos como “la justicia climática, la deuda ecológica resultante del sobreconsumo de los países ricos, y la revalorización de lo local y lo comunal” (Escobar, 2022); por ende, ayuda a proponer que la construcción de paz en Colombia puede constituir una transición posextractivista (Gudynas, 2018, p. 189).
Con base en esta aproximación, la construcción de paz puede representar la oportunidad histórica de introducir “cambios en los marcos normativos y la economía nacional, para reducir el gran peso de los extractivismos promoviendo y apoyando otros sectores productivos” (Gudynas, 2018, p. 190), como el agropecuario y el de conservación ambiental, “de tal manera que se entienda el fortalecimiento económico y productivo desde su necesaria compatibilidad con el cuidado ambiental y el bienestar de las comunidades locales” (CEV, 2022a, p. 708).
Sin embargo, esto no se puede desarrollar de manera desligada del enfoque de no repetición que, como ya se ha mencionado en este prólogo, reconoce la necesidad de insertar las transiciones en esfuerzos programáticos orientados a detener, reparar y prevenir los daños del extractivismo vinculado a la guerra, lo cual exige un amplio marco de justicia en el que lo ideal es que se promuevan al menos 2 situaciones:
- Que la transición energética evite la imposición de cargas socioambientales desproporcionadas para los otros/otras del CAI, como reconocen implícita y explícitamente buena parte de los capítulos que componen el presente libro, precaviendo el surgimiento o reproducción de injusticias como el racismo o clasismo ambiental en el contexto de implementación de nuevas infraestructuras de generación de energía no fósil, como los parques eólicos o las represas.
- Que la transición democrática garantice la libre expresión, el reconocimiento y la protección reforzada de las “ontologías relacionales” que dan sentido al andar ancestral y cotidiano de los pueblos y comunidades de arraigo en sus territorios ambicionados por el extractivismo, especialmente en los escenarios asimétricos de gestión de discrepancias entre estos y las corporaciones o empresas, como advierte Marilyn Machado Mosquera en su capítulo alrededor de un caso de aproximación fallida a la garantía de participación de esos otros y otras del desarrollo ecocida y etnocida en las decisiones que ponen en riesgo su existencia.
De esta manera, la activación de los mecanismos de participación contenidos en el Acuerdo de Paz, al significar la profundización y redignificación de la agencia política singular de los pueblos, comunidades e individuos afectados por los daños diferenciados del modelo extractivista, tiene un potencial de contribución a la no repetición de las violencias aquí resaltadas en clave de transformación de las estructuras estatales cooptadas por el maridaje entre extractivismo y violencias armadas, siempre y cuando garantice unos mínimos de protección tales como:
- La salvaguarda irrestricta e incondicional de la vida digna en sentido amplio (tanto individual como en su expresión colectiva en términos de buen vivir/vivir bien) de quienes se resisten al extractivismo y, por esta razón, han sido y siguen siendo con posterioridad a la suscripción del Acuerdo de Paz sujetos de asesinato, desaparición forzada, exterminio, estigmatización, vaciamiento, desarraigo, apartheid y etnocidio o que actual y potencialmente se encuentran en riesgo de serlo8.
- El reconocimiento de las cosmovisiones, los saberes, los conocimientos tradicionales, las ontologías relacionales (protección del derecho al ser integral de las unidades bioéticas conformadas históricamente por el equilibrio compartido entre sujetos-comunidad-territorio-universo) y las economías propias de los pueblos y gentes Campesinas, Indígenas y Afrodescendientes como aristas fundamentales de las decisiones sobre la viabilidad de nuevos proyectos de desarrollo, extractivistas o no, y sobre la continuidad de los ya existentes que presentan la potencialidad de poner en riesgo su persistencia física y cultural.
- El reconocimiento de la objeción cultural de estos pueblos y gentes como eje de levas del goce efectivo del derecho fundamental a la consulta previa en proyectos de desarrollo susceptibles de amenazar su pervivencia y persistencia material y étnica, desde el enfoque de la obtención de su consentimiento previo, libre e informado como condición necesaria para el avance de tales proyectos, entendida como garantía de no repetición de las violencias de un pasado de extrahección y acumulación por desposesión.
- La creación y el fortalecimiento de escenarios de justicia estatal y comunitaria que garanticen la reafirmación de la agencia y dignidad individuales y colectivas de las y los otros sociales, culturales, étnico-raciales y de género en el propósito de garantizar “controles e intervenciones de la ciudadanía tanto sobre el mercado como el Estado” para la construcción de políticas públicas que sean el resultado de “un debate público [simétrico, justo y pacífico], genuinamente preocupado por la justicia social y ambiental” (Gudynas, 2018, p. 190).
Lo expuesto debe aplicar también en aquellos territorios que fueron vetados al extractivismo por la presencia de ciertos actores armados que ya no ejercen el control intimidatorio del pasado y cuyo carácter “inexplorado” seduce a ciertas esferas de poder para promover allí una suerte de “extractivismo en paz” que lleve al traste los propósitos de transición posextractivista que fundamentan la promesa de un futuro sin injusticias, desigualdades y violencias que las otras/ otros han visto o soñado como posible en estas aproximaciones transicionales.
Referencias
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1. En el caso colombiano, la ubicación de las disputas estratégicas de los actores armados tiene profundas causas históricas y económicas asociadas a la presión de estos actores respecto de las zonas de colonización y de ampliación de la frontera agrícola donde “menos se ejerce la autoridad del Estado” (Pécaut, 2011, p. 94). Las disputas económicas han presentado al menos 2 momentos emblemáticos: (1) el del ejercicio de “una violencia tradicional asociada a litigios relativos a la posesión de la tierra” en medio de la tensión asimétrica entre colonos y grandes propietarios (Pécaut, 2001, p. 94); (2) el del surgimiento de “importantes polos de producción de riqueza”, especialmente extractivista, “provocando una afluencia de población, de capitales y de luchas no controladas alrededor de la distribución de los nuevos flujos financieros” (Pécaut, 2001, p. 94). Precisamente a estos territorios y a aquellos inicialmente ignorados o despreciados por el Estado y los agentes económicos fueron llevados los Pueblos Étnicos y Campesinos en un contexto de auténtico apartheid territorial (Zapata Olivella, 1997) que luego ambicionó el extractivismo.
2. El informe final de la CEV, por ejemplo, reconoce que la relación entre el extractivismo y las violencias asociadas al CAI ha traído como consecuencia en varios lugares del país el riesgo de exterminio físico, material, étnico y cultural de pueblos y grupos socioculturales diferenciados, como lo son los Pueblos Indígenas de la Amazonía (CEV, 2022a, p. 515).
3. El puntillismo jurídico se puede entender como el “uso de estratagemas jurídicas [que] han venido de la mano, en la historia contemporánea de Colombia, de las mentalidades rentísticas y patrimonialistas”, orientadas a constituir un “ámbito de legalidad conveniente o de apariencia de legalidad en el que múltiples agentes opacos (que actúan entre la legalidad y la ilegalidad) han impulsado sus transacciones económicas y acumulado riquezas” (Vargas Valencia, 2022a, p. 41).
4. Por ejemplo, la CEV (2022a) reconoció expresamente que Empresarios nacionales y extranjeros, en contra vía de la debida diligencia que les corresponde demostrar para adquirir tierras en zonas de conflicto armado, han aprovechado la situación de violencia para acaparar tierras en zonas estratégicas para sus inversiones, en varios casos en el marco de invitaciones hechas explícitamente por algunos gobiernos a desarrollar territorios. (p. 524)
5. Así denomina, por ejemplo, el segundo tomo del informe final de la CEV a quienes han padecido las dinámicas de la lógica del enemigo interno en el contexto del conflicto armado en Colombia haciendo referencia a: Una identidad negativa basada en el racismo y el clasismo, que ha estado en la base de la violencia contra culturas, pueblos e identidades diversas. Colombia se ha construido también con un miedo al pobre, a los sectores que se consideran ‘de abajo’. Se trata de una sociedad donde la relación con el Estado está mediada por la estratificación económica. (CEV, 2022a, p. 545)
6. Definido como “un acto calculado de mantener vaciado el ser” propio de estas otredades “para poder continuar dominándolo” en ejercicio de una “nihilista ontológica centrada en el terror […] como manera de no dejar nada que pueda reproducir la osadía de ser”, lo que en el caso de los territorios se traduce en que “se los explota y extrae de las entrañas todo lo que tienen, dejando solo aridez y desolación” (Mina Rojas, 2020, p. 38). Esta última aproximación se acerca a la planteada por el informe final de la CEV cuando asegura que las prácticas de violencia presentes en Colombia se sustentan en ideas “según las cuales los territorios étnicos son ‘tierras de nadie’ o ‘territorios salvajes’, a los que hay que llevar ‘desarrollo’, y que quienes allí habitan pueden destruirse o reemplazarse” (CEV, 2022b, p. 120).
7. En el entendido de que la transición energética no es solamente una cuestión de energía… [puesto que] la supervivencia y el bienestar de la humanidad y de la vida toda dependen de pasar de civilizaciones obsesionadas con el consumo ilimitado de energía a sociedades centradas en la vida... [donde crezca] la conciencia de que la Tierra no es una colección de objetos, sino un verdadero cosmos vivo, la Pachamama, Gaia, la Casa Grande o la Casa Común. (Escobar, 2022)
8. Por ejemplo, resulta alarmante que desde que se firmó el Acuerdo final de paz hasta 2021 hayan “sido asesinados 611 líderes ambientales en Colombia”, la mayoría de los cuales eran Indígenas según el Observatorio de Conflictos, Paz y Derechos Humanos de Indepaz (Angarita, 2021).