En el cuerpo de la colombiana Jineth Bedoya Lima está escrita parte de la historia oscura de su país.
Ella carga con las cicatrices que le dejaron 10 horas de secuestro, tortura y violencia sexual, ejecutadas por tres hombres de un grupo paramilitar que también intentó llegar al poder a sangre, ‘parapolítica’ y fuego.
Y aún hay vestigios de tristeza en sus ojos, por la barbarie que sufrió ese 25 de mayo de hace 17 años; la misma a la que son sometidas niñas y mujeres colombianas, por parte de bandas criminales, organizaciones guerrilleras, agentes del Estado o familiares. Incluso, de la garganta de Jineth aun salen frases de indignación por la impunidad judicial que ha cobijado la investigación sobre su caso, una peste que afecta a la mayoría de crímenes en contra de la mujer.
Pero su corazón está irrigado por algo diferente: coraje, esperanza, amor, fuerza, solidaridad, tesón… algo de eso, todo de eso.
Un día se le ve plena, en una marcha en Tumaco, la capital mundial de la coca, empoderando a víctimas y sobrevivientes de la violencia sexual. Y luego, irrumpe en un despacho judicial, a identificar a los tres hombres que la drogaron, secuestraron y violaron por estar haciendo su oficio: el de periodista purasangre. No derrama siquiera una lágrima en esas agotadoras diligencias: esas las reserva para el regazo de su madre.
Debido a las secuelas de su ataque, pesa menos de 45 kilos. Pero su frágil cuerpo es la armadura de guerrera con la que libra batallas propias y especialmente ajenas. Incluso, prestó la fatal fecha de su tragedia para que Colombia conmemorara, por decreto presidencial, el Día Nacional por la Dignidad de las Mujeres Víctimas de la Violencia Sexual en el contexto del conflicto armado.
Hasta el 2000, ella cubría el conflicto armado colombiano con una libreta, botas y reportajes osados, lo que ya le había valido un par de amenazas y un atentado. Aun así, escribió varios libros de denuncia y logró ser una de las reporteras de guerra más agudas y reconocidas. Pero de pronto, Jinteh se convirtió en parte de sus historias.
Desde entonces, lo ha soportado todo y lo ha superado todo, incluso los interrogatorios de escépticos que, para creerle, la obligaron a exponer los vejámenes a los que fue expuesta: patadas en su rostro, pistolas en su cabeza, vulgaridades físicas y verbales.
“Me hicieron cosas terribles como mujer, de las que nunca he hablado ni siquiera ante la justicia”, confiesa cuando le preguntan por ese jueves fatal.
Aun así, sin derrotarse, con su alma fuerte, sigue buscando la verdad y la justicia para ella y para decenas de mujeres que han pasado por ultrajes similares.
Ha marchado y exigido justicia por Rosa Elvira (empalada y asesinada), por jóvenes quemadas con ácido, por niñas reclutadas y violadas por la guerrilla, por mujeres víctimas de golpizas y disparos de sus exparejas, por ella, por las que siguen, porque no haya una más…
“Siento una impotencia grandísima porque quisiera ayudarlas a todas y no puedo. Trato de ayudar a la mayor cantidad. Yo soy igual que ellas y a veces su dolor es más grande que el mío”, ha confesado en decenas de entrevistas con medios internacionales.
En medio de esa cruzada, viajó a La Habana (Cuba), en representación de las víctimas del conflicto a exigirles a los jefes de las Fuerzas Revolucionarias de Colombia (Farc) que, como requisito para lograr la paz, confiesen la verdad sobre sus delitos, incluidos los sexuales. Con el mismo coraje, retó a un general de la República para que le confesara al país si estuvo detrás de su violación, en calidad de autor intelectual.
Su caso, el de la valiente, llegó hasta la Comisión Interamericana de derechos Humanos, fue elevado a delito de lesa humanidad, en 2014, y hasta generó una ridícula indemnización estatal (de 8.000 dólares), en contraprestación a su sufrimiento. Pero Jineth no aceptó un centavo y tampoco las propuestas de olvidarlo todo, lanzarse a la política, cesar su lucha, irse del país.
No se permite dar un solo paso atrás. Ni siquiera luego de enterarse de que sus comunicaciones están interceptadas por agentes del Estado o de que se convirtió en blanco de nuevas amenazas, lo que la ha obligado a vivir con un cuerpo de escoltas a su alrededor.
Pero no lleva chaleco antibalas. A cambio, usa mariposas en su ropa, como símbolo de su transformación y de la de las mujeres a las que le ha cambiado la vida: su ejército de mariposas con las que esparce fuerza y justicia.
“Se puede volver a creer, a soñar (…) el dolor físico y espiritual te da la posibilidad de transformarte en algo positivo”, dice.
A pesar de las amenazas, a pesar de todo, Jineth sigue viva. Nada la ha doblegado. Exhala esperanza, perdón, fortaleza y tiene el ADN de una líder que le permite seguir soportando con estoicismo una violencia que es de todos.
Inspirados en ella, en su sonrisa, en su fuerza, en su voz de trueno y en sus lágrimas, Colombia ya tiene un Observatorio de Medios en Violencia de Género, para que las noticias y la información se aborden con la responsabilidad y respeto que exigen el hecho de que su país es el segundo, después de México, con más casos de violencia contra la mujer. Cada año se registran más de 18 mil ataques sexuales y cerca de mil asesinatos con arma de fuego, corto punzante, asfixia o golpes.
Gracias a Jineth, la periodista purasangre, Colombia ha tomado consciencia y medidas legales para frenar la violencia de género. Y sectores de la sociedad se han unido a su campaña ‘No es hora de callar’, para que cese la impunidad en este tipo de delitos. Gracias a Jineth las mujeres saben que no están solas y que nadie puede revictimizarlas nunca más.
Gracias a Jineth, gracias a Jineth, gracias a Jineth. Y perdón por no haber podido estar ahí para evitarlo.
En el cuerpo de la colombiana Jineth Bedoya Lima está escrita parte de la historia hermosa de su país.