Memorias de un nacimiento

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Memorias de un nacimiento

Amelia, escritora cartagenera que vive en Nueva York, intenta buscar su lugar en el mundo fuera de los modelos femeninos que la sociedad le ha impuesto. La relación con su madre, en los últimos años, no ha sido buena. La distancia entre ambas ha mermado el ardor de sus enfrentamientos, pero no la frialdad de sus encuentros. Una noche, su madre llama y una conversación inesperada cambia el curso de su vínculo existencial, mientras comparten la historia de una vida acumulada alrededor de un padre violento.  


La Casa está vacía. Llena de símbolos, pero abandonada. Estoy situada frente al espejo empañado que está en el baño. Sobre las manchas del cristal, está mi imagen enclavada: desnuda y empapada de sudor. Mi pelo cae ondoso sobre mis hombros y se alza en órbita alrededor de mi cabeza; es tan oscuro como la noche, pero, cuando la luz se refleja en él, aparecen hebras de colores rojo, naranja y amarillo. Es una melena selvática que parece el sol de África traído hasta América.

Estoy inmóvil, mis ojos miran la oquedad de los ojos reflejados en el espejo, tengo la sensación de que aquello que veo no existe o que yo todavía no me invento. Siento soñar mientras miro, y no mirar, en realidad. Por un momento, levanto mis brazos y cubro con ambas manos mis tetas triangulares, las apretujo hacia arriba para hacer la ilusión de que tengo más de lo que veo; son tan pequeñas que parece que todavía no florecen. En el pasado, los hombres solían compararlas con dos limones criollos, tan diminutos que, al exprimirlos, se sabía que estaban secos.

Una vez, ardiente de deseo, le pregunté al hombre con el que estaba por qué no las besaba; él, entre el parpadeo fugaz de sus ojos y palabras vacilantes, me dijo: «Porque no son jugosas. Es como chupar dos teclas». Después, eyaculó y apartó su cuerpo del mío casi de inmediato. Yo me congelé, clavé mis ojos en él y me quedé extendida sobre la cama, esperando a que me devolviera el placer; pero, a cambio, al tiempo que se ponía de pie y me daba la espalda, dijo: «Lo siento que fue tan rápido, pero necesitaba liberar». Sus palabras me tocaron; es más, me han alcanzado hasta hoy. Me lavo la cara con agua fría, hago una mueca de rechazo con la boca cuando me encuentro de nuevo ante el espejo, agacho la cabeza y me seco el rostro con la toalla. Me miro una vez más, ahora de perfil; ahí está mi panza, me descoloca, me espicho, se me corta el aire y con mis manos, estiro hacia mi pelvis la piel que sobra en mi abdomen bajo. Imagino que no está. ¡La odio!—digo. Lo que siento es una especie de deseo inalcanzable, tengo una diminuta curvatura que parece un embarazo de dos meses; no se quita por más abdominales que haga, ni por mucho que deje de comer.

Sé que el silencio es soberano de mi cuerpo: siento miedo y culpa todo el tiempo.

Mi reflejo permanece en el espejo. En el centro de mi cuerpo se ha abierto un agujero del tamaño de una bala. ¿Soy yo? —Me pregunto—. Miro con detenimiento mi f igura: mi piel está desbordada en rollos de carne, me veo flácida y curvilínea. ¡Estoy rechoncha!—declaro. Asomo la cabeza sobre el mostrador para divisar mejor el agujero; lo veo. Más adentro del agujero, mi imagen se repite, turbia e imprecisa, con mi tamaño duplicado; por fuera de la imagen, está La Casa: mi cuerpo.

El estómago me cruje, no he comido más que el desayuno. Tengo hambre y sed. Ya son las siete de la noche, me pregunto a qué horas se me ha empezado a gastar el día. Vivo en una constante lucidez amarilla, siempre tengo sueño.

Reviso mi teléfono, mi madre todavía no contesta mi mensaje, estoy a la espera de su llamada, hace mucho tiempo que no hablo con ella. Entro a Instagram, veo la foto de una modelo brasileña cabello negro, largo y sedoso, detallo su cuerpo, dejo mi celular sobre la cómoda del baño, me visto y me recojo el pelo. 

Tenía apenas diez años cuando empecé a sufrir acoso en el colegio, por machorra, por pelo rucho y por gorda. En mi hogar, mi madre lidiaba consigo misma, con los hijos, con el trabajo y con mi padre. Cuando comíamos en familia, recuerdo, mi papá solía mirarme fijamente, empuñaba la boca y la hacía sonar como un cerdo; después, se reía. Mi madre, embravecida, lo insultaba a gritos. Yo corría de nuevo a mi habitación y escribía. Todo me parecía un modelo sistemático, una especie de empresa montada por los hombres. No concebía la idea de sentirme obligada a ser bella, a tener que ser imagen.


Mi teléfono suena, es mi madre, le contesto. Ella vive en Cartagena y yo, en Nueva York. Mi madre está sentada en la cama que se encuentra en donde hace dos años era mi habitación. Yo, en la silla acrílica, frente al escritorio que está al lado del ventanal que da al patio trasero del edifico donde resido. Ella tiene 50 años y yo 24. En los últimos años, nuestra relación no ha sido buena, ambas lidiamos, a nuestra manera, la una con la otra. Aun así, desde que me fui de casa, la distancia nos ha ayudado a mermar nuestros enfrentamientos y a buscarnos solo cuando es realmente necesario. Mi madre me mira fijamente a través de la pantalla y me pregunta: 

—¿Qué más, nena?

Siempre empieza la conversación con la misma pregunta.

—Nada, mami. Aquí... 

Siempre le doy la misma respuesta. Ambas sabemos que ese «nada» es una barrera de distanciamiento. «Nada» es la respuesta que espera, pero no la que quiere. Lo veo en su cara, nunca ha sabido cómo sacar las palabras de mi boca. 

En nuestra experiencia entre madre e hija, jamás hemos podido mirarnos como pares, ni como seres individuales. Mi singularidad representaba para ella libertinaje, no independencia. Siempre la he visto como una madre autoritaria, vigilante del camino y hacedora de voluntades. Desde niña, hasta ya avanzada en mi adolescencia, sus gritos me paralizaban hasta la sangre, su voz llegaba con claridad a cada espacio de la casa y la llenaba de un aire espeso. Después, el resto del día se convertía en una densa tensión familiar; si yo le hablaba, me ignoraba.

Cuando mi madre me regañaba, lo hacía tan alto que aquellos que estaban en la calle dejaban el camino y se asomaban. Yo salía y ya el mundo se había enterado de lo que me pasaba. Nunca me dejó ejercer, tampoco le di la pelea para hacerlo. Le tenía miedo. Era tan feroz y tosca que llegué a pensar que su voz era más poderosa que la mía. Para mi madre, sin ella darse cuenta, yo me convertí en la hija subordinada, obediente de los mandatos de su gobierno. Jamás pude decirle que no, ni una sola vez. Si lo hubiese hecho, me habría obligado. 

Aquello nos hizo muy infelices; ella quería forzar nuestro lazo familiar, elevándolo a un grado de unidad inseparable en la que ella era la única persona sobre la faz de la Tierra en la que debía confiar; yo, silenciada en todos los aspectos de mi vida, pensaba que la mínima cantidad de información que le diera sobre mí podría convertirse en el arma con la que me fusilaría.

A veces, cuando estábamos solas, ella dejaba lo que estuviese haciendo o soltaba cualquier cosa que tuviese en sus manos y me embestía. 

—¿Qué te pasa? ¿Por qué ya no me hablas? ¿Qué es lo que pasa por tu mente?— Me preguntaba con insistencia.

Mis ojos se expandían fijos en dirección a ella, me embobaba y atemorizaba, las manos me empezaban a sudar, mi pecho se hundía y en la garganta se me formaba un nudo que no podía tragar, ni vomitar. No sabía cómo contestarle, mucho menos, que podía hacerlo. La desconfianza era el condimento esencial de nuestra relación y con él, durante años, también se aderezó el miedo. Yo tenía miedo de mi madre; de su furia, de sus palabras, de su voz imperiosa, de lo que sea que podía pasarme si me abalanzaba contra ella. Y mi madre tenía miedo de mí; de mi silencio, de mi abandono, de mi rechazo, de que yo fuera lo que ella no esperaba. Desde entonces, mi respuesta siempre ha sido la nada. Mi madre, inconforme por ello, se volvía contra mí y lanzaba estas palabras: «Todo lo tuyo es un misterio. Todo lo haces a escondidas. El que todo lo hace a escondidas, es porque algo malo está haciendo».

En ocasiones, cuando yo intentaba responder a sus preguntas para reducir la distancia entre nosotras, ella me interrumpía con un reproche, replicaba de inmediato a mis explicaciones, luego se sentía acusada por mis palabras y su rabia se convertía en tristeza, en absoluto desencanto por lo que vivía. Después, el silencio llegaba de nuevo y la tensión se acumulaba en el lugar que compartíamos. Me condenaba: era yo quien la atacaba, era yo la que no entendía que nadie se sacrif icaría por mí como ella lo hacía, era yo en contra de ella, como los otros. 


—¿Qué has hecho, nena? —Vuelve a preguntarme, expectante con mi repuesta.

Sé que ella intenta mantener la fluidez de la conversación, pero se percata que, una vez más, se ha instalado entre nosotras la muralla que nos ha separado desde siempre.

—He estado escribiendo sobre mujeres que han perdido a sus hijos. Tuve la idea, hace algunos días, de escribir la historia de la muerte de mi tío Antonio, sé que afectó a todas las mujeres de la familia, en especial a su madre, a mi abuela y a ti. Pienso entrevistarlas —le respondo, intentando aliviar su afán. 

Ella hace un gesto impreciso y pregunta: 

—¿Tiene que ser el relato de cómo vive la muerte un grupo de mujeres, así como nosotras, que somos muchas y sentimos el fallecimiento de alguien de la familia, o puedes también escribir sobre otro acontecimiento que haya sido de gran impacto para una mujer? 

Cuando la escucho, pienso, inmediatamente, que no sé a qué lugar quiere dirigirme en la conversación. Estoy atenta, me quedo en silencio y ella continúa: 

—Porque, si se trata de relatar el significado de lo que ha tenido que vivir una mujer a través del tiempo, por ser mujer, hay otras cosas que, en mi experiencia, me impactaron bastante. ¿Sabes? —hace una pausa—. Yo estuve a punto de perderte, te desprendiste de mi vientre por las acciones de un hombre. Fue una amenaza de aborto —afirma.

Su voz es sugestiva y pausada, habla casi para sí misma; su rostro luce entristecido y apocado, está abatida. Al instante, pienso que me ha hecho la pregunta con tanta calidez y, al mismo tiempo, con una tranquilidad tan agobiante, que lo que provoco en mí, sin quererlo, fue una sonrisa nerviosa. No me esperaba aquella respuesta. Sé, entre líneas, que mi madre me está haciendo una petición. Quiere que la escuche. Me siento revuelta. Aquel punto de inflexión en el que me he acomodado al iniciar la conversación es ahora una ardorosa llaga que hierve en mí. No es la primera vez que escucho la historia. En el pasado, cuando mi padre no estaba presente, ella solía llevarme a algún lugar de la casa, donde nadie podía escucharnos, ahí comenzaba a contarme su relato, parte por parte, detalle por detalle, sentimiento por sentimiento. A mí, todavía, me tomaba tiempo entender las cosas en su totalidad. Me quedaba atónita mientras veía sus ojos llenarse de lágrimas. Sus manos iban de la cabeza al pecho y del pecho a mis manos; cuando las palpaba, yo despertaba del desconcierto aterrorizada, pero no me aferraba a la suyas tanto como ella a las mías. En cambio, más adentro de mí nacía la duda, sus intenciones me eran inabarcables; sin embargo, la conversación era una realidad de la que no podía escapar. Cada vez que oía la historia, suponía que aquello estaba por fuera de los márgenes de mi propia existencia, pero todavía su voz hacía mella en mí. Yo caía en un hueco negro, podía sentir un zoológico entero atravesando mi cuerpo, la rabia me sobrepasaba y luego se traducía en un odio salvaje en contra de mi padre.

Mi madre, cada vez, concluía la historia con las mismas palabras: «Amelia, tú y yo somos dueñas de un vínculo inseparable, no solo porque eres mi hija y yo tu madre, sino porque estamos conectadas por nuestra historia». Las veces que la escuché, jamás le hice una pregunta; lo mío fue siempre la extrema reserva de mis pensamientos; no me parecía ilógico que, al verse ella a punto de perder la conexión con su hija, quisiera utilizar como único recurso de salvación maternal una historia que yo hubiese preferido nunca saber. 

Yo tenía ocho años la primera vez que mi madre me contó que mi papá la contagió con una enfermedad de transmisión sexual, lo que le provocó un aborto en curso durante mi embarazo. Era 1996, mi madre le había pedido a mi padre tener un segundo hijo, pero él, en una declaración rotunda le respondió: «¿Yo tener otro hijo contigo? ¡Estarás loca! Yo contigo no quiero tener más hijos. ¡Búscate quién te lo haga!». Ella, que no aceptó su respuesta, hizo sacarse el implante anticonceptivo del brazo, sin contárselo. Una noche, mientras mi papá estaba borracho, tuvieron sexo y ella quedó embarazada. Cuando se lo contó a mi padre, él, inseguro de su paternidad, preguntó: «¿¡Cómo así que estás embarazada!?¿Cuándo fue la última vez que estuviste conmigo?». Mi mamá, arrebatada por la furia, le contestó: «tú verás si me crees o no, pero estoy embarazada y lo voy a tener».

Mi madre amaba a mi padre. Lo amaba tanto que el amor la sobrepasaba; aún más, creía que la emancipaba: el deseo por él y su convicción de ser una buena mujer que podía convertir a un mal hombre, mujeriego, maltratador y egoísta en un hombre ejemplar, renovado y entregado a la paridad doméstica, la había llevado a sobrevivir, por años, en medio de un campo de batalla repleto de minas antipersonas que, desde luego, explosionaron todas sobre ella. Mi padre, desde mucho antes del nacimiento de mi hermana mayor, en 1990, actuaba con dualidad: era un hombre de día, dentro del hogar; y otro de noche, en la calle, a quien mi madre desconocía por completo. Él trabajaba como barman y administrador en un bar de la Ciudad Vieja, en Cartagena; el dinero, el alcohol, las prostitutas y las orgias eran la experiencia más próxima que tenía, el despertar de una cotidianidad escondida bajo la síntesis de la moralidad y el sentido común social de un «hombre de familia». La noche, para mi padre —lo supe porque lo vi durante mi infancia—, era una especie de universo paralelo en donde él podía, en amplitud de derechos viriles, ser el macho poseedor, dominante del espacio público y de las mujeres que allí transitaban. 

Una vez —eso me contó mi madre—, mientras ella estaba embarazada de mi hermana, mi padre salió de casa desde muy temprano y no volvió. Mi madre, angustiada por su ausencia y la madrugada que caía sobre ella, lo buscó por calles y hospitales; como no lo encontró, decidió volver a casa. En la mañana, él regresó borracho y sucio de mierda. Ambos se alzaron en cólera y discutieron. Ella le gritó, él la estrujó y la empujó sobre la cama; mi mamá, con la misma fuerza del dolor que sentía se defendió, luego se desmayó. La hospitalizaron por tres días. 

Después de aquella pelea, mi madre se enteró de las aberraciones sexuales, de las manías y los vicios de mi padre; pero, ella, cautivada por el amor, lo aceptó: estaba embarazada, enamorada, sola, con un sueldo que no alcanzaba ni siquiera para sobrevivir un mes completo, con un resto de parientes que mantener y cuidar; además, recién se había mudado de la vivienda familiar de sus padres para vivir con el hombre que, creía ella, la amaría en la misma medida en que ella lo amaba. 

Meses más tarde, el día en que nació mi hermana, mi madre estuvo a punto de morir cuando la bebé, todavía en la barriga, defecó. Fue un parto de urgencia y por cesárea; la anestesia epidural no hacía efecto, el tiempo corría en su contra y la niña estaba envuelta en excremento. Mientras mi madre luchaba por mantenerse viva, le hicieron un corte horizontal en su pelvis. Lo sintió todo, pero aquel dolor era una nimiedad para lo que a ella realmente le importaba: salvar a su hija. Cuando, por fin, lograron sacar y limpiar a la bebé, ella entró en crisis. 

Horas después, todo había vuelto a un estado de serenidad, pero de extrema vigilancia médica. Ambos, mi padre y mi madre, pudieron ver a mi hermana por primera vez. Mi papá creyó que el ejercicio estaba hecho, dejó sola a mi mamá en el hospital y se fue de cacería a un prostíbulo en la Ciudad Vieja. 

Aquellas nociones simbólicas del amor que tenía mi madre provocaron que ella legitimara los sentimientos y las acciones de mi padre, apelando a una razón cultural más profunda: «así son los hombres». Pero, obviaba, entre tanto, el hecho de que aquellas acciones caóticas estaban estructurando su vida. Él era la figura del amor, el amante, y ella la que amaba. Mi madre no poseía ningún poder fuera del que domésticamente ejercía; ella era, menos que menos, la mujer, el sujeto al servicio de él, atraída, principalmente, por el anhelo del amor. Eso implicaba que soportar y cuidar —según la falsa creencia religiosa y biológica del rol femenino—fueran los valores de ética social que ella acuñaría en su experiencia humana. Mi madre había caído en una de las tantas y peligrosas trampas del patriarcado: ella quería darlo todo por el todo, lo que significaba no admitir el fracaso, sino, más bien cambiarlo a él, para así poder vivenciar la experiencia del amor. Mi madre había pactado consigo misma convertirse en la dueña de su dueño, pero lo que vivía era, evidentemente, la experiencia del desamor. A los dos meses de mi embarazo, mi madre regresó a Cartagena después de un viaje de trabajo a Mompox; habían pasado varias semanas ya sin que mi padre la tocara. Cuando ella lo vio, quiso tumbarse desenfrenadamente al lado de él. Fue ahí cuando todo empezó.


Esa noche —me cuenta mi madre al teléfono—, él eyaculó dentro de mí. De pronto, sentí una picazón ardiente en mi vagina. Me levanté de la cama, fui al baño y me lavé. Pensaba que podría haberme inflamado por el viaje, las caminatas y el ajetreo del trabajo en carreteras abiertas. Era tan molesto que me acosté. En la mañana, cuando desperté, ya no solo sentía el ardor, sino también un dolor que por dentro parecía quemarme. Mi vagina estaba en fuego. No le dije nada a tu papá y me fui a trabajar así. Entre más horas pasaban, sentía una comezón y un ardor que me incomodaba. En el Ministerio de Obras Públicas, en aquel entonces, teníamos atención de servicios médicos en las mismas oficinas; yo tomé un turno para medicina general. Le conté al médico que me atendió lo que sucedió y me dijo: «te daré la orden para que vayas enseguida al ginecólogo que te atiende usualmente porque estás en embarazo». Yo me preocupé. Ese mismo día, llamé al consultorio de Adrián Sánchez, el ginecólogo que siempre me ha atendido, y aparté una cita. Me dieron el turno de las cuatro de la tarde, pedí permiso y me fui. Cuando llegué, le detallé la historia y los síntomas. Adrián me envió al baño de su consultorio, ahí me quité la ropa y me puse la bata quirúrgica; cuando salí, me acosté en la camilla. 

Ya en la camilla, Adrián me pidió que subiera las piernas y las abriera. Cuando me revisó, se pasmó. Se quitó los guantes y llevó su mano a la frente, los dedos le atravesaban el pelo. Mis labios vaginales estaban en carne viva, abultados y desbordados. Yo estaba hinchada desde adentro. Me preguntó desde hace cuánto tiempo no tenía sexo con tu papá. Él lo conoce, hemos sido amigos por años. «Tuvimos sexo ayer, después de semanas sin hacerlo», le dije. Entonces, Adrián me respondió: «¡Ese hijueputa! ¿Sabes una cosa? Cuando regreses y lo veas, le dices a ese hijueputa que te muestre, que te muestre sus partes porque él tiene que estar pringao». 

Adrián me envió unas medicinas que tu papá también debía tomarse y un tratamiento para seguir. Tenía 26 años cuando pasó. Me sentía tan avergonzada y desasosegada, que todo me lo guardé. Eran cosas que no se decían. Se creía que solo a las prostitutas les daba ese tipo de enfermedades, que las mujeres del hogar no  las sufríamos. Era imposible—exclama mi madre—, estábamos en el hogar.

¿Sabes? —dice—, tu abuelo alguna vez me dijo que yo estaba perdiendo mi tiempo con un hombre que no me merecía, pero, eso no lo vi. Nunca vi lo que él vio como padre. 

Mi madre hace una pausa, toma aire y mira al piso; parece que los recuerdos se le han revelado ante los ojos, la veo hundirse en el pensamiento, creo que quiere decir algo, pero se detiene. Después, vuelve a rodear con las palabras sus memorias, las verbaliza. Pienso que para ella, mientras cuenta, deja de ser una evocación abstracta y la historia se va volviendo realidad. 

Mi madre continúa. —Tomé un bus a casa cuando salí del consultorio. Eran las seis de la tarde, no lo olvido, comencé a llorar dentro del bus. No creo que pueda poner en palabras la emoción, era tan profunda que mira —me muestra su piel en la pantalla—, me acabo de erizar. Yo sabía que podía salvarte, pero también que podía perderte. 

— ¿Qué pasó cuándo llegaste a casa? —le pregunto.

—En donde vivíamos, teníamos una tienda; cuando pisé la entrada, le pedí que la cerrara porque necesitábamos hablar. Él no quería, pero después de cuarenta minutos me vio brava y la cerró. Subimos a la habitación. Le pedí que se quitara la ropa porque necesitaba verlo. Él, por supuesto, se negó. Además de no querer hacerlo, me trataba de loca. Para convencerlo, le conté cada cosa que había prescrito Adrián sobre el tratamiento y los cuidados que debía tener. Que me dijo que debía estar 20 días sin poder caminar, mantener las piernas arriba, apoyadas en la pared, para evitar un aborto total. Tu padre se quitó la ropa, entre reproches y abnegaciones. Ahí lo vi: tenía eczemas del tamaño de una mortadela, a lado y lado de la entrepierna; en el glande del pene, tenía erupciones llenas de materia blanca. ¡Me dio asco! Le grite y lo golpeé. 

Mi madre mira al piso todo el tiempo, sobre sus hombros ha caído un peso, pero no para de contar. 

—Recuerdo lo que le gritaba. «Estás pringao y me enfermaste a mí. ¿Por qué no lo evitaste, por qué no evitaste tener sexo si lo sabías?». ¿Y sabes qué me dijo? —me pregunta. 

—¿Qué te dijo? —le respondo.

—Que él no quería tener nada conmigo, pero fui yo quien insistió. Él se estaba poniendo antibióticos días antes. Él sabía que lo tenía y no le importó.

—¿Alguna vez te contó cómo se infectó, mamá? —le pregunto.

Ella asintió con la cabeza.

—Fue, según él, una muchacha que había llegado a la tienda. Ellos se citaron en una residencia en el Mercado de Bazurto. Pero, nunca le creí —afirma mi madre—, todavía hoy sigo sin creerle. Siempre ha sido él y sus circunstancias.

—¿Qué pasó después? —pregunto. 

Me mira fijamente a través de la cámara y frunce los labios.

—Me acosté en la misma cama con él. Él se quedó dormido y yo me quedé llorando —me respondió desconcertada. 

La segunda y la tercera vez que mi madre me contó la historia, no había estado tan atenta como ahora; me doy cuenta de que cada vez que la escuché, no sabía qué, ni cómo preguntar. La diferencia entre hoy y el pasado es que soy más consciente de las vivencias femeninas, las he encarnado en mi propio cuerpo, puedo sentir lo que ella siente.

Sé que mis condiciones materiales y sociales son distintas a las de mi madre; si bien nuestras experiencias son individuales y propias, también son similares a las de cualquier otra mujer que viva en una geografía distinta. Es el género lo que nos une. No comprendí lo que significaba nadar desde su orilla, sino hasta este momento.

Esta es la cuarta vez que me la cuenta. Las palabras, ni siquiera, han cambiado en años; igual que el dolor, que sigue intacto en los ojos de mi madre. En mí, brota de nuevo el agujero, lo siento ensancharse, tiene ahora el tamaño de una pelota de beisbol; empiezo a comprender su herida. 


Recuerdo que a mis trece años, la figura de mi padre era casi impalpable; él estaba ahí, yo veía su cuerpo, pero su presencia parecía más bien estar ausente y ser ajena a nosotras. Todo le molestaba, de todo se quejaba y siempre había alguien a quien quería matar. Un domingo por la noche, yo estaba sentada al lado de mi madre en la terraza del segundo piso de la casa y ella me escuchaba atenta mientras yo leía el último texto que había escrito. Mi padre estaba borracho, bailaba al fondo de la sala mientras comía plátanos maduros sin cocinar; de pronto, se lanzó contra mí, me arrancó el diario de las manos, lo hojeó y lo tiró de un manotazo al piso; luego, empezó a saltar sobre él mientras se mofaba y repetía: «Esto es una porquería. Esto no sirve para nada, tú no sirves para nada». Mi madre y yo nos miramos. Ambas enmudecimos, sabíamos que éramos cómplices de un sentimiento compartido. Ninguna de las dos se defendió. 

Yo lo miré con profundo odio, ardía de rabia, quería matarlo también. Recogí el diario deshojado, lo sacudí sobre mi ropa y me encaminé a la habitación; al pasar delante de él, me empujó por lo alto de mi hombro izquierdo. Después, empezó a reírse. Esa fue la última noche que escribí pensando en que era dueña del precioso regalo de la palabra y la consciencia. 

En medio de tantas heridas, me doy cuenta de que nuestras vidas se han acumulado alrededor del padre. A ambas, nos marcó la voz masculina. Tanto a ella como a mí, la voz paternal nos agujereó la existencia. Esa herida está allí, ambas la heredamos. A mí, me tomó ocho años de mi adolescencia poder volver a escribir sin pensar en sus palabras. He vuelto a escribir, porque es una manera de rebelarme y levantarme contra el patriarcado. Cuando escribo, me sitúo a mí misma como un sujeto en la historia, como una ciudadana, como un testigo. Contar ha sido, para mi madre y para mí, el triunfo de una batalla, en una contienda que, históricamente, nos ha silenciado. 


La distancia no me ha impedido sentirme cerca de mi madre. Ruego que este momento no se me olvide jamás. Ninguna vez la había escuchado hablar por horas con tanta placidez y relajo como ahora. La veo a través de la pantalla. En el fondo, deseo estar junto a ella, pero me guardo las ganas en mis adentros. Mi madre se levanta de la cama, se acomoda las ropas, abre la puerta y le pide a mi hermana, que está en la cocina, que no la interrumpa porque quiere hablar conmigo. Me complace, me gusta escucharla cuando habla de su pasado, la siento propia, ama contar, tanto como yo escribir. Mi madre regresa a la cama, se acomoda; ahora, ha empezado a mirar hacia el frente. Vuelve a la conversación. 

—Cuatro días después de la pelea con tu papá, aparecieron manchas de sangre en mi pantaleta. Fui de urgencias a donde el doctor Adrián. De inmediato, me envió al consultorio de otro ginecólogo, el único en la ciudad que tenía el aparato con el que se podía hacer una ecografía transvaginal —continúa—. Me senté en la camilla asustada, temía que me dijera que habías muerto, pero sucedió todo lo opuesto. Cuando el aparato entró en mí, tú eras apenas un embrión de ocho semanas y media de gestación; tu columna y tus ojos ya se habían desarrollado. El doctor miró en la pantalla, la luz del aparato te apuntó a ti y tú nadaste en mi placenta hasta lo más alto de mi barriga. Te escondiste y el médico dijo: «¡Epa! Aquí hay vida. Está vivo. Míralo, míralo, se está moviendo. Él está luchando por vivir». Hablaba de ti en términos masculinos, siempre decía «él».

Te vi en la pantalla. Tu corazón era apenas un punto que se confundía con una luz titilante. Latías en mí. Yo sabía que no eras un «él», sino una «ella». Mi abuela Yolanda, que al mismo tiempo estaba enferma de cáncer, me sobaba la barriga y me decía: «ella va a ser niña, mija. Esa barriga es de niña. ¿Qué nombre le vas a poner?». Yo le respondía: «Yola: si es niña, como tú dices, le pongo Amelia». Ella no llegó a verte, pero te conoció desde antes. Murió ese mismo mes, cuando yo estaba en el tratamiento del embarazo —me cuenta. Mi madre está conmocionada por el recuerdo, es dueña de las palabras. Me siento feliz de latir y ser mujer. 

—El médico me recomendó evitar los arranques de ira, los pensamientos de dolor y tristeza—continua mi madre—. Decía que todo lo que yo pensaba y sentía, tú también ibas a sentirlo. Salí de ahí, me fui a la ciudad vieja y compré algunos CD de Richard Clayderman. Cada vez que me sentía angustiada, te ponía música, me agarraba la barriga y me tranquilizaba; era la única forma en que podía evadir el sufrimiento. 

Mi madre, por momentos, hace pequeñas pausas. Los silencios son parte de la historia. Supongo que hay cosas que no sabe cómo decirme. Entonces, yo aprovecho y hablo: 

—¿Qué pasó con mi papá después? 

Pausa. 

—¿Qué pasó cuando regresaste a casa esa tarde?

Pausa. 

—Yo llegaba y lo odiaba —empieza otra vez—, lo ignoraba. Yo permanecía en absoluto silencio. Un día, después de pasar semanas sin hablarle, mi actitud lo descontroló. La señora Cristina, que me ayudaba a bañarme, a limpiar y a cocinar, nos había dejado el almuerzo hecho; yo comí, pero él no. Más tarde, le calenté la comida y se la serví. Él empezó a comer. De repente, dejó el plato sobre el piso y soltó el llanto. «Perdóname, perdóname, por favor…, perdóname que yo no te quería hacer daño», era lo que me decía. Yo no le respondí.

Cuando supe que ese era el final de la historia, le pregunté:

—¿Por qué nunca lo dejaste?

Pausa. Frunce el ceño, se muestra irritada. No soy bienvenida al terreno al que he entrado. 

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué seguiste viviendo con un hombre que te maltrataba? 

— Insisto.

Pausa.

—Porque estaba sola. Tenía dos hijos y soy mujer —Me contestó turbada.

La miro y digo:

—¿Tenías miedo?

Ella negó con la cabeza. 

—Tenía un plan para ustedes, tenía que sacrificarme. Hay cosas que ustedes no entenderían si se las contase —me responde.

Su respuesta me parece más bien una excusa. ¡Es tan extraño para mí que una mujer que se hizo a sí misma haya escogido soportar la violencia! Pero, lo entiendo. Mi madre actuaba desde donde podía y sabía. Su decisión fue la prueba de que aquel esquema femenino en el que estaba sumida se había aglutinado tanto en ella, que hizo brotar en sí misma el miedo al desamor, al abandono, a tener que estar sola. Aquello hizo que ella se quedara. 

—¿Cómo se reconciliaron? —le pregunto.

—No hubo tiempo para eso —me responde—. Tu embarazo fue de alto riesgo, pero yo tenía que seguir. Un mes después de la muerte de Yolanda, tu abuelo se había enfermado por causa de una riña callejera que tuvo con un vecino, le descubrieron cáncer de próstata y lo hospitalizaron desde julio, hasta septiembre de ese mismo año. La situación que yo vivía con tu padre había quedado, para entonces, en un segundo plano; yo me dediqué por completo a cuidar la salud de mi padre.

—¿Quién cuidaba de ti? —le pregunto. 

Pausa. Mira al piso perpleja, la descoloco. 

—Nadie —me dice—. Era yo sola contra todo. 

Pausa. 

—¿Y, entonces? —digo. 

—Entonces, la situación con tu papá empeoró. Meses después, dos mujeres que trabajaban como ‘muchachas de servicio’ estaban peleándose por él. Una de ellas, llegó a la casa; yo estaba todavía en embarazo de ti y me lo contó. Tu papá les pagaba por tener sexo con él. Siempre que algo pasaba y yo me enteraba, él lanzaba esta frase: «Ya. Borrón y cuenta nueva». Al principio, le creía, pensaba que de verdad iba a hacer las cosas bien; luego, lo repetía —me cuenta. 

—Mamá, ¿alguna vez pensaste en dejarlo? —Vuelvo a preguntar.

Me lanza una breve mirada, me corrige y aclara

—Yo vivía con él, pero no convivíamos. Era el mismo techo y la misma cama, pero entre él y yo, no había nada, solo asco. 

—¿Y tenías sexo con él? —pregunto. 

Pausa. Niega con la cabeza. 

El volumen de su voz disminuye, pienso que el recuerdo la sobrecoge. Se siente avergonzada, la conozco tanto como ella a mí. De nuevo, aparece en su rostro la extrema infelicidad. Sus ojos caen al mismo tiempo que sus hombros ceden en altura. 

—Dejé de tener sexo con él cuando, una vez, mientras nos bañábamos juntos, me agarró los senos abruptamente y se burló de mí. Primero, los manoteó; luego, con la punta de sus dedos, desde abajo hacia arriba, los tiró al aire como si fueran cualquier cosa y me dijo: «Mira cómo estás. Mira cómo te vez. En ese momento, me hizo sentir que yo era una mujer asquerosa. Me humilló —dice. Ahora, soy yo quien ha enmudecido. Estoy desconcertada. La imagen es tan aberrante, que siento la violencia como propia. 

Mi madre retoma la historia.

—Eso pasó en el 96. Apenas en 2014, con ayuda de un médico, pude superarlo. No es que yo quiera sufrir, pero todo aquello que pasé, hizo que yo no viera la posibilidad de rehacer mi vida. Me he olvidado de mí, lo sé. Me he negado a mí misma, lo sé. Me he negado a ser feliz al lado de una persona, lo sé. Me he negado a mí misma sentir placer, lo sé. Todo esto es un cúmulo de cosas. Cosas de las que siento temor volver a vivirlas, culpa de haberlas vivido. Pero, ya soy una mujer de 56 años, ya miro todo con otra perspectiva. Quiero devolverme, a mi edad, todo eso que yo misma me negué a tener desde mis 26. Ese es mi sueño —afirma mi madre. 


El espacio circular que se ha abierto en el centro de mi cuerpo ha dejado de expandirse. Esa esfera achatada en mi ombligo, es el espacio en el que habitamos ella y yo. Dentro del círculo se ha acumulado nuestra historia. He heredado los dolores de mi madre. Lo que quebranta su existencia y lo que hierve dentro de la mía está hecho de la misma materia: es un volcán que no estalla, sino que, en ese abismo interminable, se empoza nuestra insuficiencia. Jamás vi a mi madre quererse, así, no había manera de que yo pudiese quererme. Su imagen fue anulada, luego, la mía, también. Nunca fuimos representadas como sujetos de valor, nuestro castigo fue la negación. Ni mi madre, ni yo, éramos el centro de nuestra propia vida, el padre fue siempre el primero y nosotras estábamos ahí para servirle, mientras él nos castigaba. 


El día que yo nací, mi mamá estuvo sola. La cesárea estaba programada para el jueves 10 de septiembre de 1996 a las siete de la mañana. Ella me envió los documentos de mi nacimiento mediante un correo.

—Recuerdo que cuando te sacaron, el médico se sorprendió. Estabas gorda y cachetona —habla mi madre. 

—¿Dónde estaba mi papá? —le pregunto.

—Él llegó después. Yo me había hospitalizado desde el día anterior porque estaba perdiendo líquido y el doctor Adrián quería evitar complicaciones. Ese día, cuando salí de la casa, tu papá me miró, pero no dijo nada. Yo había hecho todo mi embarazo sola. No lo necesitaba. Lo cierto es que él, después de que te vio por primera vez, llegó a la habitación y me dijo: «acabo de ver a la niña. Está súper blanca y cachetona. Salió a tu papá». —cuenta mi madre. 

Mi padre le había preguntado a la enfermera cuál de todos era su hija. Cuando la enfermera me señaló —contó él alguna vez—, le preguntó por qué yo me veía tan cachetona. La enfermera, sin vacilar, le respondió: «¿Y usted, es que no se ve? ¿Acaso no se ha visto los cachetes suyos?»


Mi madre y yo colgamos la llamada. Por un momento, me quedo detenida sobre la silla, respiro profundo y veo mis piernas, las toco, llevo mi mano hasta mi ingle y la siento. —Sí, soy yo —me declaro. Dejo el escritorio donde he estado sentada desde hace tres horas y me encamino al baño; hago una pausa en la mitad de la sala, veo lo que me rodea. Sé cuáles son los símbolos y las cruces que me acompañan. Se esparce por todo el lugar mi figura. Sigo. Cuando llego al baño, me planto frente al espejo: ahí está La Casa de nuevo, empiezo a habitarla. El silencio ya no es perturbador. Pienso en mi madre mientras me desvisto; ella, sin saberlo, me ha abierto la puerta de la jaula. Ya no le tengo miedo al castigo. 

Pongo a sonar «Traigo salsa», del Sonero Mayor, Ismael Rivera; pliego las cortinas de la ducha y abro el grifo de la regadera; es tan maravilloso el sonido de la corriente como la voz de Maelo que me acompaña. Existo. 

Entro a bañarme, despliego las cortinas, el agua fresca va desde mi frente hasta desbordarse en cascada por mis pies. El agujero ha empezado a sellarse. Me siento a salvo, nada puede alcanzarme. 

Imagino a mi madre frente a mí. La abrazo. Soy carne de su carne, sexo de su sexo, género de su género. De repente, me doy cuenta de que el agujero se ha sellado casi por completo, pero ha dejado una especie de ranura incurable. Introduzco mi dedo índice derecho en la herida, me arde. Lloro. Mis lágrimas saladas se confunden con el agua dulce que me baña: hay un cuerpo, en el fondo del cuerpo hay una mujer, esa mujer soy yo.

Salgo de la ducha, me seco, suelto mi espesa melena; cuando muevo mi cabeza de un lado a otro, un revoloteo de hebras se asoman armónicamente por encima de la cabellera. El afro que yo llevo es uno de los rasgos de identidad que me conecta con las que estuvieron antes de mí; es la evidencia de un legado colonial. Sé, ahora, que mi existencia es el reclamo de ese legado. 

De la finísima abertura que ha quedado del agujero, empieza a manar un riachuelo de palabras. Mi cuerpo se niega a ser desechado, a quedarse al margen de sí mismo, a ser masacrado por el padre. 

Necesito hablar, sanar, escribir. 

Durante mi adolescencia y parte de mis primeros años de juventud, la mirada y la voz del padre se convirtieron en una especie de espejo aniquilador de mi propia percepción. No solo me sentía vigilada, sino, también, confinada en sus reflejos, en su cultura, en su amor, en su burla, en su rechazo, en su odio, en su violencia. La culpa, la vergüenza y el miedo han sido, desde siempre, sus dispositivos de ataque. Mi cuerpo está cansado de batallar, de ser territorio minado. No lo quiero poner a sufrir más. Sé, por todas las mujeres que he conocido, que nuestra libertad consiste, principalmente, en resistir y en crear espacios para nosotras mismas. 

Ahora, el círculo se ha cerrado por completo. He vuelto a ser dueña de La Casa. Me voy a la cama, veo que a la orilla de ella nace un mar. Me asomo. Adentro existe un universo emancipado.

 

Este y otros textos los puede encontrar en el libro Feminismos Andantes