Presidentes y primeros ministros como Pedro Sánchez, Emmanuel Macron, Boris Johnson y Donald Trump coinciden en calificar la lucha contra la Covid-19 como una guerra. En esa misma línea, Brasil ha aprobado un presupuesto de guerra para combatir la pandemia, y el secretario general de la ONU, António Guterres, ha dicho que la enfermedad requiere una respuesta nunca vista: un plan de ‘tiempos de guerra’.
Acontecimientos como éstos ya forman parte de la historia de la humanidad; unos de dimensiones globales y otros más regionales, pero igualmente mortíferos. En general, se puede afirmar que en los últimos siete siglos se han librado al menos tres guerras no convencionales contra enemigos invisibles de carácter global. La primera comenzó en 1348, la segunda en 1918 y la tercera en 2019. Las de impacto regional, pero igualmente devastadoras y convertidas algunas en estacionarias, han sido más frecuentes: malaria, cólera, zika, chikunguña, ébola, fiebre amarilla, Sars, influenza, entre otras. Seguidamente haré referencia a las tres de dimensiones internacionales, para determinar sus impactos en términos de procesos de transición sanitaria, socioeconómica y científica, entre otras.
Primera confrontación global: contra la pandemia de ‘peste negra’ (1348)
La primera epidemia de dimensión global se llamó ‘peste negra’ o bubónica, atribuida a la bacteria ‘yersinia pestis’, que circula entre roedores salvajes en sitios donde viven en gran número y densidad. La enfermedad se transmitió de ratas a humanos y se propagó a distancias considerables a través de embarcaciones que cubrían rutas desde Asia por toda Europa, causando la muerte de aproximadamente 100 millones de personas entre los siglos XIV y XVIII en Europa (cerca del 60% de su población), África y Asia. Afectó principalmente a las ciudades más densamente pobladas, que usualmente estaban sucias, infectadas de piojos, pulgas y ratas, y con unos habitantes en gran medida en estado de desnutrición y falta de higiene, condiciones ideales para la propagación de infecciones. La mayoría de las ciudades importantes se vieron obligadas a construir cementerios improvisados para enterrar a la cantidad inesperada de muertos (Walter S. Zapotoczny).
[Con la colaboración de Red Eléctrica de España]
Las cuarentenas a las embarcaciones fueron de las pocas medidas efectivas impuestas para detener la expansión de la enfermedad. La atención médica era muy básica y las condiciones de higiene y salubridad de gran parte de la población era inexistente. Como lo señala Giovanni Boccaccio en su obra ‘El Decamerón’ (1352), “ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella”. Casi todos los historiadores coinciden en que esa catástrofe impactó de modo determinante en el debilitamiento del feudalismo, moldeando las dinámicas de cambio hacia la modernidad, en una especie de bisagra entre dos épocas, con lo cual se aceleró el arranque del Renacimiento y la modernización de Europa; es decir, condujo a una transición sin precedentes. En lo social, permitió la mejora de los salarios de los trabajadores ante la escasez de mano de obra; dio oportunidad a muchos campesinos pobres de acceder a tierras y propiedades abandonadas. La peste suscitó la necesidad de la observación y una inclinación científica para la prevención de epidemias, poniendo en marcha los primeros conocimientos de la epidemiología moderna.
Segunda confrontación global: contra la pandemia de influenza (1918)
Por la mal llamada ‘gripe española’, aparecida en plena I Guerra Mundial, murieron entre 50 y 100 millones de personas, mucho más que en las dos guerras mundiales. Este evento, quizás el más mortífero de la historia, tuvo un impacto bidireccional y varias oleadas. Por una parte, el virus (H1N1), ayudado por las concentraciones de tropas con enfermedades bacterianas, falta de higiene, agua potable, mala alimentación y altos niveles de estrés, se expandió rápidamente a todos los ejércitos, sumándose a la artillería, a los carros de combate y a la aviación para asesinar a la mayor cantidad posible de soldados y población civil, sin pertenecer a bando alguno.
Por otra parte, se destaca que esos efectos pudieron haber desempeñado un papel en el fin de la guerra, como lo afirma Dan Vergano en un artículo publicado por National Geographic. Si la gran pandemia inclinó el equilibrio de poder hacia la causa de los aliados –la rendición del 11 de noviembre de 1918– sigue siendo un tema debatido, como explica Terence Chorba en su artículo ‘Conflict with Combatants and Infectious Disease’. Contra este tipo de gripe, ni las máscaras utilizadas para resistir a los gases químicos pudieron frenar su poder letal; que, por cierto, viajó con los soldados a sus países de origen una vez terminado el conflicto, provocando una nueva ola de muerte.
Esta catástrofe global, sobre la que aún se sigue investigando, transformó el sistema de salud en el mundo, dándole una perspectiva diferente. Dennis Shanks afirma, en referencia a la I Guerra mundial, que fue “un momento clave en la transición hacia la medicina científica”. No obstante sus significativos avances logrados con la implementación de las medidas de aislamiento, lavado de manos, uso de mascarillas, prohibición de reuniones y eventos públicos y, posteriormente, con el desarrollo de la microbiología, los tratamientos mediante vacunas y antibióticos, así como la creación y fortalecimiento de una institucionalidad y gobernanza nacional e internacional para la salud, su alcance continuó siendo poco efectivo y limitado, particularmente en los países más pobres.
Esta crisis sanitaria se desarrolló en el contexto de la segunda transición energética global, caracterizada por el desplazamiento progresivo del carbón por parte del petróleo, proceso que se consolidó después de la II Guerra mundial. Hacer esta precisión es relevante porque, en definitiva, lo que ocurrió fue la captura del crudo de un conjunto de actividades vinculadas a una sociedad que estaba dejando atrás un estilo de vida, en muchos países todavía rural, para dar un salto gigantesco hacia la modernidad. Ese salto exigió energía, mucha energía, que sólo el petróleo podía ofrecer. El carbón, lejos de desaparecer, se apropió de ciertos espacios que conserva con mucha fuerza hasta la actualidad y, al entrar en escena el gas natural a partir de la década de los 60, se cerró el círculo de una sociedad que se hizo adicta a los combustibles fósiles y terminó desestabilizando el planeta debido a los cientos de miles de millones de toneladas de gases de efecto invernadero vertidos a la atmósfera.
De este modo, se han neutralizado muchos avances en los sistemas sanitarios alcanzados después de la II Guerra mundial, debido a la contaminación del medio ambiente, a la presión sobre los ecosistemas, al deterioro generalizado de la salud y a la pérdida de inmunidad individual y colectiva.
Tercera confrontación global: contra la pandemia del Covid-19
La tercera confrontación global, ahora contra el coronavirus, comenzó en 2019 en China y ya ha infectado a más de 6,2 millones de personas, con una tasa de recuperación de un 43% y cerca de 377.000 personas fallecidas, según los datos del Centro de Ciencia e Ingeniería de Sistemas (CSSE) de la Universidad Johns Hopkins. Ahora bien, ¿qué se espera de esta nueva pandemia?
No obstante, y como lo explica Terence Chorba en el artículo citado más arriba, nos encontramos en una posición mucho mejor que antes. Existe un mayor conocimiento y vigilancia respecto de la propagación de los virus de la influenza e incluso se dispone de una vacuna contra la gripe con una protección moderada. Por lo tanto, no es probable que millones de personas mueran nuevamente. En esa misma línea, la adopción de prácticamente las mismas medidas que en 1918 por parte de la mayoría de los países en el mundo (es decir, el aislamiento, distanciamiento social, el uso de mascarillas) con algunas novedades como los test (PCR), que detecta el genoma del virus, y los test inmunológicos, que detectan las proteínas (antígenos) del virus, permiten presumir que la pandemia será doblegada y convertida en una victoria de esta sociedad.
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Sin embargo, persisten condiciones que pudieran empañar el deseo de menos contagiados y más muertes. El mismo hecho de que nos encontremos frente a la primera gran epidemia de la globalización, como afirma categóricamente Frank Snowden, las diferencias entre las naciones ricas y pobres o emergentes pueden marcar una gran diferencia o alterar las expectativas. Snowden, considerado el mayor experto en historia de las epidemias, se pregunta “cómo pueden lavarse las manos o aislarse en una favela de Río de Janeiro o en las barriadas de la Ciudad de México o de Bombay, o de Sudáfrica», o «cómo reaccionamos a un consejo que millones no pueden cumplir. Por supuesto, como propuesta es maravillosa, pero hay algo más básico por debajo. Y es que muchas personas ilustradas deben comprender que, en un mundo globalizado, lo que ocurre en una favela de Río nos pasará a todos”.
Aunque aún es pronto para atreverse a dar cifras, un modelo desarrollado por el Instituto de Evaluación y Métrica de Salud (IHME), de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington, revela que aproximadamente 151.000 personas morirán en Europa y el Reino Unido durante la primera ola de la pandemia. La proyección (al alza) para EE.UU. es de 135.000 fallecimientos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no todos los países han alcanzado los picos e iniciado el descenso. De hecho, Latinoamérica y África, donde las miradas y las preocupaciones crecen debido a la mala calidad de sus sistemas de salud y de servicios públicos, puede esperarse que las cifras sean aún muy superiores.
La transición inaplazable en la pos-Covid-19
A qué tipo de transición nos conducirá la Covid-19 es una pregunta que a todos nos atañe y sobre la cual tenemos que reflexionar, sin olvidar las responsabilidades que cada uno tiene y debe asumir.
En sentido amplio, el ser humano se ha convertido en el devenir de su evolución en un agente patógeno para el sistema climático. Él mismo ha buscado antídotos y vacunas tan inofensivas que han terminado fracasando. Esas vacunas no atacan el genoma completo del problema o tienen un período de prescripción. Por ejemplo, contra los clorofluorocarbonos (CFC), derivados de hidrocarburos causantes del agujero en la capa de ozono de la atmósfera, promovió y firmó en 1986 el Protocolo de Montreal con el propósito de eliminar su uso, con relativo éxito. No obstante, un reciente estudio demuestra una disminución constante en la recuperación de la capa de ozono, de manera que los esfuerzos podrían perderse, convirtiendo una vacuna efectiva en inocua, como si se hubiera producido una mutación.
Día a día, el ser humano ataca la hidrosfera y la litosfera vertiendo basura altamente contaminante sin mayores escrúpulos. A través de la persistente deforestación y la sobreexplotación de suelos y recursos naturales arremete contra la biosfera, poniendo en peligro la biodiversidad que la acompaña. Contra tales acciones promueve algunos tratamientos, como acuerdos internacionales, tratados, normativas nacionales, sin que sus resultados tengan un impacto relevante.
Lo cierto es que el deterioro del clima y el acelerado calentamiento global antropogénico continúa avanzando pese a los esfuerzos de la comunidad internacional. En efecto, desde 1972, a partir de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, desde la ONU se han impulsado diversas iniciativas para combatir el cambio climático y sus consecuencias: al menos 25 Conferencias de las Partes (COP), el Protocolo de Kioto, el IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático) y el más reciente, el Acuerdo de Paris sobre Cambio Climático, sin que haya podido encontrarse la vacuna efectiva. Esos esfuerzos, así como otros instrumentos jurídicos a nivel internacional y nacional, constituyen claramente un ejercicio de buena voluntad, pero lamentablemente no son capaces de detener la arremetida constante contra el medio ambiente.
La crisis ocasionada por la Covid-19, que el Fondo Monetario Internacional ya califica como un shock sin precedentes desde la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado (medida en muertes, pérdidas de empleo, colapso de la economía, en inversiones para paliar sus efectos sociales inmediatos, así como la inmensa cantidad de recursos monetarios y financieros que se necesitan para reactivar el aparato productivo global), es incomparable con los efectos positivos que en el largo plazo tendría la transformación de nuestro estilo de vida respetando el sistema climático, modificando el sistema energético internacional para estabilizar el clima y la vida sobre la Tierra. La Covid-19, con su estela destructiva y su declaración de guerra, que ganaremos, tiene que hacernos reflexionar para seguir impulsando esa ruta, pues otra Covid puede estar incubándose con efectos aún más devastadores. Los daños causados son suficientes, no hacen falta más pruebas para darnos cuenta que la hora ha llegado para transitar hacia una sociedad descarbonizada. Debe imponerse la racionalidad para tener claro que sería una estupidez, como dijo Albert Einstein, seguir haciendo las mismas cosas y esperar un resultado distinto.
*Artículo publicado en http://agendapublica.elpais.com/